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sábado, 23 de septiembre de 2017


POR LA GLORIA DE MI MADRE 


El rostro compungido de Toñi permanecía pegado al cristal del velatorio. Nadie se atrevió a decirle que un rulo olvidado anidaba en su pelo,  o que un hilo blanco pendía con descaro de una flor de su negra chaqueta. Ella seguía en pie frente al ataúd, ajena al ir y venir del gentío que presentaba sus condolencias.

jueves, 31 de agosto de 2017


NIEVE DE AGOSTO


El primer copo de nieve cayó, silencioso, sobre un adoquín de la plaza mayor. Tan solo la aguda vista de don Germán, alcalde de Puertoazul, se percató del extraño fenómeno del que estaba siendo testigo en pleno mes de Agosto. El desconcierto condujo sus ojos hacia la blanca bola que no tardó en desaparecer bajo un pequeño charco de agua. ¿Será cierto que esos nubarrones no traían nada bueno? Recordaba a Jonás, el carnicero, que entre corte y corte de filetes de magras le había advertido por la mañana del cambio de tiempo: "Mal han hecho hoy en salir las barcas, habrán de volver temprano porque este cielo no augura nada bueno". Todo el mundo se rió, en su vida habían visto un sol tan deslumbrante.  El segundo copo, más pesado, fue a chocar sobre el tejadillo del " Café Gervasio" de donde don Germán acababa de salir tras tomarse un pacharán con hielo: "¡Qué, don Germán! ¿Otra vez nos hemos puesto ciegos de cocido? Ande, ande...sírvase otro, que a éste invita la casa...". En un instante, mientras todavía saboreaba el licor dulzón en su paladar, emitió una maldición al observar cómo la plaza entera se hacía invisible tras un blanco velo de nieve y advirtió, perplejo, la aparición repentina de una invasión de proyectiles blancos, que tan pronto parecían ser arrojados con la ira implacable de un dios vengativo, como surgían de distintas direcciones simulando escupitajos pétreos lanzados por una horda invisible de enemigos febriles. Unas ráfagas de viento huracanado propulsaban las heladas pelotas que, al igual que balas de cañón, chocaban contra los frágiles cristales de las ventanas haciéndolas añicos y abrían boquetes en las paredes de las casas como si fueran barrenas furiosas, dejando a la vista de cualquiera el interior de los hogares que hasta entonces protegían los tabiques. Así pudo ver por breves segundos a Ramón, el maestro, recogiendo del suelo a sus mellizos y subirlos a sus brazos para buscar refugio, se solazó avergonzado al encontrar a Constanza, viuda como él, cubriendo entre temblores su hermoso torso desnudo ante el espejo, pero fue tan efímero el rafagazo que apenas le dio tiempo a contemplar sus insinuantes pechos, envueltos al fin por una bata de vivos colores. La sedosa tela desapareció tras una puerta que el viento cerró,  y al alcalde, en un ensueño fugaz, le semejó el batir de alas de una mariposa huyendo aterrorizada de un pájaro hambriento.

domingo, 16 de julio de 2017

LA NOCHE PERPETUA


Cuando murió su madre, Catalina aspiró hondo en un intento de tragarse su alma. Acarició la nube gris de sus cabellos y la retuvo en sus dedos por un instante. Sabía  que sería la última vez que tocara esa frágil melena similar a una madeja de algodón. Se puso en pie y buscó en el armario metálico su abrigo y su bolso. Un sonido seco la asustó al romper el silencio de la habitación. El bastón había caido al suelo, sobre su pie. Lo cogió y apretándolo con fuerza, se marchó. Al llegar a casa le sorprendió el sonido  del reloj de carrillón anunciando la hora, contó doce "gong" mientras con un cansancio infinito se quitaba los zapatos dejándose caer como un fardo sobre el sofá hasta que se quedó dormida.

domingo, 2 de julio de 2017

PREJUICIOS

LA SUEGRA



Se retrasan. Lo que yo digo, una desastrada. Seguro que se pasa el arroz. ¿Le llamo? No, mejor no. Que vengan si quieren.  Dominicana.  Igual es negra y todo. Este hijo mío es idiota. Tenía que haberse casado con la Gloria, que es de aquí y hasta tiene negocio. Una mercería ya está bien.  Allí te venden de todo. Hasta ropa si quieres.  Y es un negocio decente.  Espero que no la vean en el pueblo.  Luego a hablar.  Sobre todo la Miguela, la alcahueta más grande y más embustera que ha pisado este pueblo. ¡Ay, Señor!¡En qué estaría pensando este imbécil! Lo habrá engatusao de malas maneras. ¡Y cinco años mayor que él! Una vieja, vamos.  Con la de chicas que hay por el mundo bien majas y se va a fijar el tonto éste en semejante penco.

miércoles, 14 de junio de 2017


DOS TIPOS MEDIOCRES


-Tengo una hora, lléveme lo más lejos posible.

Así conocí a Elisa, en la puerta del Hotel Madagascar, una tórrida mañana de un mes de mayo que amenazaba tormenta. Yo ni siquiera tenía que haber estado allí,  pero cuando uno viene de enterrar a su mejor amigo, con la chaqueta aún húmeda por el llanto de su viuda y el corazón encogido al descubrir sus rasgos en el rostro de los hijos,  lo que menos te importa es elegir un camino u otro. Me dejé llevar entonces por la inercia y acabé anclando en el último lugar en el que, mi amigo y yo, compartimos café y confidencias.


Pese a lo inoportuno de su demanda, no le expliqué que no estaba de servicio, no le dije que lo que menos me interesaba en ese momento era complacer los caprichos de una pija, de esas que elevan a la categoría de problema cualquier deseo insatisfecho, ni le hice saber lo poco que me afectaba esa lágrima que asomaba bajo sus ojos esquivos; sino que al verla, simulé una indiferencia que en realidad no sentía y abriendo la puerta de atrás, dejé que deslizara su falda vaporosa sobre el asiento y acomodara en él un cuerpo cincelado a conciencia, de esos que sabes le están vetados a los tipos mediocres como yo, a los tipos que nacen y mueren sin laureles, como mi amigo.


-¿A dónde quiere ir, alguna preferencia? -me oí decir como si fuera otro el que hablara.


-Ninguna. He de volver en una hora, lléveme a cualquier parte. Me es indiferente.


Su voz le hubiera sonado hueca a cualquiera, pero en mi trabajo reconstruyes las personas a partir de la voz que viaja contigo.  La suya evidenciaba una cadencia quejosa, pues una vez liberada de la opresión de su boca, sonaba como un grito que se mezclaba con el mío, de tal forma, que no supe dónde empezaba uno y acababa el otro.  Esa frágil cadena de palabras opacas y quizás también sus ademanes, aquellos que apenas eran perceptibles; una mano ajustando el cierre de un pendiente, unos labios cuya comisura dibujaba una súplica o certificaba una pena, eran en sí mismos mi reflejo, el espejo que enmarcaba el vacío irrecuperable que heredas de una ausencia y algunos recuerdos que el tiempo se encarga de hacerlos resbalar de tu memoria. Con ella se infiltraron en mi taxi las amarguras del mundo, quedando desnuda y vulnerable, igual que una amapola en mitad de un torbellino.


Decidí tomar la avenida de los álamos y hundirme en esa lengua tan gris como mi ánimo, pasando de la luz a la penumbra al aura de los árboles. Con el ungir de sus ramas sobre el capó del taxi se iba diluyendo la tristeza y aparecía de nuevo la vida, majestuosa, en esos ojos verdes anhelados como brisa de verano que emergían de mi espejo retrovisor.  Me concentré en ella y me olvidé de todo, fuera humano o divino, de mi pérdida, y aprecié el milagro de seguir ahí aunque sea mellado; en este mundo agotador que a veces crucifica, lastima, castiga, mata. Viéndola a ella, sentada tan cerca de mi cansada espalda, mirando hacia uno u otro lado como si buscara, me pregunto qué ve cuando sus ojos van a mi cogote, con ese pelo mal cortado que se eriza , que se impone al desdentado peine que oculto en la guantera.  Me pregunto que hace aquí, en este taxi que hoy no tiene rumbo, en lugar de estar siendo adorada por alguien que nunca seré yo.  Respiro hondo y su voz, de nuevo, me atraviesa.


 -¿Es eso el cementerio?- por un momento sus ojos resplandecen derramando una luz que se esparce con la ingravidez del rocío.


-Sí, lo es


-Pare, quiero entrar.


Entonces tomo la curva que dejé una hora antes y me adentro en ese bosque de cruces y flores deshojadas, y paro, y ella baja del coche y se lo lleva todo.  Se lleva sus ojos, sus manos y sus piernas, lejos de las mías. La sigo. Entra en recepción con su falda de alas. Pregunta. Algo le responden. Sale o el aire se la apropia, no sé, pero la sigo.

.
Pasillos de nichos la rodean, se detiene.  Roba una flor de una lápida y la deja en otra. El cielo se rompe, llueve. "¡Maldita sea!", exclamo mientras voy al maletero y alcanzo un paraguas tan negro como mis pensamientos. El barro se acomoda en mis zapatos, me cuesta levantar los pies del suelo, abro el paraguas que queda desplegado como un cuervo que sobrevuela mi cabeza. El viento. El viento desgajando las alas del pájaro, el viento que lo arranca de mis manos y lo veo alejarse, dando tumbos en el aire, zarandeado y humillado hasta que ya no es sino un punto de luto en el espacio. El viento, otra vez, describe un trazo tosco que arrastra, que empuja, que se ensaña frenándote los pasos y te obliga a andar como un robot pesado.  Ella, sin embargo, se asemeja a un soldado. Quieta, inalterable, desafía ese aliento de bestia que se precipita en nosotros. Empiezo a pensar que no es real, que es un personaje de Poe o una mofa de mi mente fantasiosa. 


El viento ulula y se despide, dejándonos ahí bajo una lluvia afilada; yo, dudando, voy hacia ella con miedo a que se desvanezca bajo el agua como una acuarela.


-Él lo era todo para mí -me dice.


Acaricia la piedra donde figura un nombre y yo, en un puro temblor, flaqueo. Cesa la lluvia y el olor mojado de la tierra me devuelve el rostro enamorado del hombre que enterré por la mañana. Oigo mis palabras, ahora extranjeras:  "¿Y tu esposa, y tus hijos? No hay mujer que merezca que los borres de tu vida de un plumazo".


Ella , con esos labios desolados que se irán, besa el nombre de mi amigo, aquél con quien tomaba café y cruzaba confidencias.

miércoles, 7 de junio de 2017

EL HIJO DEL HOMBRE MAS BELLO DEL MUNDO


El día en el que Mauro vino al mundo la primavera estalló en su jardín, mordaz y repentina, desdeñando a un gélido invierno que se obstinaba en permanecer visible dentro de la casa. Su padre, Franco Vatialino, más conocido como "El hombre más bello del mundo", encañonaba con sus lacerantes ojos azules el rostro atormentado de su esposa, que recostada en la cama con mullidas almohadas a la espalda, no acertaba a comprender el arisco comportamiento de su marido, ni esa mirada llena de ira que la había hecho temblar bajo la colcha.

jueves, 27 de abril de 2017

EXTRAÑOS EN EL PUENTE



La noche caía a plomo sobre mi espalda. Desde el puente en el que me encontraba, el paisaje debía ser para quien pudiera percibirlo, un hallazgo emocionante. Me llegaba el sonido del río, reptando obstinado bajo mis pies, pero la pesadumbre me impedía contemplar las luces de la ciudad que, como pompas eléctricas, se reflejaban en la opacidad de sus aguas. Simulaban gigantescas luciérnagas estáticas, blancas y naranjas; flores refulgentes en un inmenso campo de negrura. No le oí llegar, tampoco le vi a mi lado hasta que su voz emergió de las sombras y me habló.

sábado, 25 de marzo de 2017


DE CACOS Y CACAS


Puede que todo haya sido fruto de mi resentimiento, de un rencor insano que me condujo a la frustración, a pensar que tenía que hacer algo con mi vida y ellos solo fueron la excusa. El caso es que mentí, no fue premeditado, pero mentí. Hoy me alegro de haberlo hecho, de haberme aliado con mi parte canalla; a la postre fue más fecundo que la abnegada docilidad de la que ellos, con un egoísmo ilimitado, se saciaban.  En realidad diríase que, como en el cuento, alguien se tomó la molestia de desperdigar unas migas por mi camino para que yo las fuera siguiendo y así lo hice. Cuando encontré la última miguita, mi jefe dejó de ser mi jefe y yo me convertí, por fin, en una mujer a quien todos respetaban.

Yo llevaba quince años trabajando en su empresa como secretaria comercial, es decir, como chica para todo. Atendía mis labores con tanta eficacia que en muy poco tiempo crecieron mis cometidos sin obtener a cambio ningún beneficio añadido, salvo algunos gestos amables de evidente paternalismo que aparentaban compensar mi esfuerzo con la misma validez que lo hubiera hecho un aumento cuantitativo de sueldo.


Mis compañeros, por el contrario, cada día se lucraban más; yo me ocupaba sin pretenderlo de que así fuera gracias a un  engañoso orgullo que me obligaba a demostrar continuamente mi valía. Ellos, ladinos como zorros hambrientos, aprendieron a aprovecharse de mi estúpido amor propio, olvidándose de pagar el precio correspondiente por tan infundado altruismo. Tenía yo claras dotes para la diplomacia empresarial, pues los clientes a los que desatendían acababan encantados tras tratar conmigo, con lo cual mis compañeros salvaban sus comisiones y a mí me llovían en desagravio unos vastos pellizcos que estampaban en mis mejillas, un gesto surrealista y prepotente que solo conseguía provocarme vergüenza. No hay que pensar mucho para darse cuenta de que ellos eran hombres y yo, la única fémina que aguantaba sus bravuconadas.


Lo peor de todo, no obstante, eran las cenas de empresa. Imagínense una velada de quince tíos (incluido el jefe) en la que yo soy la única mujer sentada a la mesa. Podría decirse que sobran las palabras pero la verdad es, que ahora que soy yo la que les consigno algún pellizco de vez en cuando, tengo la perentoria necesidad de explayarme. La parte más odiosa de estas reuniones llegaba con las copas, que siempre iban de la mano de unos chistes a los que yo nunca les encontraba la gracia. Hace un año ya de la última cena, aquella en la que la más bravucona de todos fui yo. La historia empezó por una absurda apuesta surgida durante una conversación en la que mis compañeros bromeaban jocosamente sobre dos clientas mellizas cuyo único parecido residía en los apellidos, pues mientras una atraía por su innegable voluptuosidad las encendidas miradas masculinas, la otra era como la cruz de la moneda; le había caído en suerte la parte menos cotizada en el reparto genético: el cerebro. Tanto es así que siempre iban juntas, ya que ni cuerpo ni cerebro pueden subsistir el uno sin el otro.


sábado, 11 de febrero de 2017

TAL PARA CUAL




                                           I

Se sintió ridículo mientras caía al vacío. Trece pisos más abajo y estaría muerto, pero le preocupaba no recordar dónde había visto antes esos zapatos. A punto de caer sobre el asfalto, notó un gran alivio. Todavía no había perdido la memoria.

"Me quedé mirándolos atrapado por el brillo de su piel azulada, una tira de terciopelo formaba pequeños dibujos desde el cabrillón hasta el quiebre, semejante a una pequeña serpiente huidiza. El escote, sensual, alargándose hasta la puntera dejando un espacio desnudo en mitad del recorrido. Se alzaban sobre quince centímetros apenas perceptibles, dos estiletes que anhelaba escalar a toda costa, y fue tal el desgarro ocasionado que comencé a sentir ese pálpito familiar incontrolable; esa necesidad de sucumbir y dejarme arrastrar por mis íntimos vicios sin culparme por ello. Con un dedo en el cristal, siguiendo la silueta de los Manolos, acabé su trazado y sin apartar el índice del escaparate, lo arrastré por él hasta que entré en el establecimiento con forzada sonrisa. Unos minutos después salía de la tienda con la caja en la mano, estaba ansioso por llegar a casa para disfrutarlos a solas, después vendría lo demás. Encontrar los pies que le dieran vida.


martes, 7 de febrero de 2017


EL CHEF






En las cocinas del Hotel Louis XV, el más lujoso de París, el ambiente podía cortarse con un cuchillo. Los cocineros, conscientes de que el prestigio del hotel pendía de un hilo, formaban estáticos como soldados, a la espera de que el Chef Alain Dijon hiciera entrada en su feudo y les diera las instrucciones pertinentes. Todos ellos miraban sin pestañear la brillante puerta de acero mientras estiraban silenciosos sus blancos uniformes recién planchados y enderezaban los gorros sobre sus cabezas. Sin embargo, Marcel de Déssir, lucía una espléndida sonrisa que parecía no ajustarse a las circunstancias.  Sus ojos chispeantes volaban por la cocina admirando la inmaculada encimera metálica, los fogones relucientes y listos para su uso, las especias perfectamente ordenadas en los estantes o las cacerolas y sartenes alineadas por tamaños con tanto lustro que pudo ver su reflejo multiplicado a lo largo de la cocina al igual que los espejos deformantes de las ferias.

lunes, 23 de enero de 2017

DOS MUJERES EN MI DIVAN





Si hay algo que no debe faltar nunca en la mesa de un psiquiatra es una caja de pañuelos de papel.
Aquella mañana, la mía presentaba un aspecto deslucido ya que, después de cuarenta años en el oficio, había llegado el fatídico día de mi jubilación. Apenas alguna carpeta, un bloc de notas, el Montblanc que mi hija me regaló en Navidad y por supuesto, una caja de pañuelos; ocupaban mi escritorio, viejo aliado que tenía por misión separar al cuerdo del supuesto demente. A veces esa línea invisible era tan difusa que ni yo mismo sabía en qué lado posicionarme y aquel día, complicado para mí, me hubiera gustado ser cualquier otro; alguien que tuviera la vida por delante, aunque para ello fuera necesario elegir el lado de aquellos a quienes la mayoría señalaban como locos. Mi última paciente se hallaba tras la puerta, así que dejé mis oscuras reflexiones y tras ajustarme las gafas, la hice pasar.

Al verla, tuve la sensación de que se había equivocado de consulta. A mí, que ya soy hombre viejo, me sorprendió el  aplomo con el que entró por esa puerta, exhibiendo ese tipo de belleza madura que te hace creer que Dios existe, aunque toda tu vida se haya fundamentado sobre la base inamovible de una realidad científica. Se sentó frente a mí y ajustando la falda de su traje de chaqueta sobre las piernas, dejó una cartera de mano en la mesa y mirándome fijamente preguntó:

-¿Cuántos pacientes ve usted aquí?


-¿Cuántos debería ver? -pregunté disimulando mi asombro inicial mientras abría mi cuaderno.


-Por favor, deje a un lado la libreta. No soy un bicho raro al que haya que analizar con unos cuantos garabatos. Dígame: ¿le parezco a usted una exaltada, una esquizofrénica, una...loca?


-Verá usted, esos términos no deben manejarse con ligereza -contesté-, no es algo que pueda dirimirse a simple vista ni con lo que uno mismo deba etiquetarse. Volvamos al principio, si le parece. ¿Qué es lo que le preocupa?


-Busco ayuda, doctor. Estoy desesperada. 




No fue necesario ninguno de esos trucos que utilizamos los psiquiatras para conseguir cierta empatía con el paciente y generar así su confianza; un lápiz que accidentalmente cae al suelo, un crucigrama que no acabas de resolver o demasiada luz entrando por la ventana; ella prefirió saltarse los preliminares para entrar directamente en materia, con una naturalidad que acrecentaba mi intriga. Intentaba mostrarse serena pero reconocí en sus ojos los signos de la lucha, esa batalla que libran los demonios en nuestras cabezas, en la de todos, pero de la que pocas personas son conscientes; los más sensibles, los vulnerables, los que perdieron algo por el camino y pasan su vida buscándolo. Se puso en pie y se detuvo frente a un cuadro al que se empeñaba en enderezar sin fortuna; no es fácil poner derecho algo que lleva varias décadas torcido.

-Doctor -me dijo- ¿Qué pensaría si yo le dijera que no tiene delante a una mujer, sino a dos?


-Bueno, no sería la primera vez, se lo aseguro. Se llama trastorno disociativo de la identidad, es decir; una persona puede tener personalidades distintas que, en algunos casos, llegan a ser incluso múltiples. Lo que es menos habitual es ser consciente de esta disociación.  Dígame, Isabel ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?


-Poco a poco, supongo. Se fue manifestando en pequeñas dosis, como si quisiera hacerme asimilar que tenía que aceptarla en mi vida. La primera vez que fui consciente de ello, fue una mañana en la que descubrí en mi lavabo un cepillo de dientes que no me pertenecía. Después aparecieron aquellas faldas largas en mi armario, los libros de Marx en la librería o la decoración zen de la terraza. Todo se complicó todavía más aquella noche en que llegué a casa tras asistir a un mitín del PME, partido al que yo pertenezco. He de confesar que estaba exultante, pues había conseguido que mis compañeros me eligieran para encabezar las listas autonómicas en las siguientes elecciones. Me acompañó a casa Marcial, militante como yo del partido, de quien esa noche esperaba algo más que un par de apresurados besos en las mejillas.


Se quedó callada y por un momento pensé que iba a echar mano de la caja de pañuelos pero no fue así. Levantó la cabeza, tomó aire y siguió su historia:


-Ofrecí una copa a Marcial y él mismo se dispuso a prepararlas. ¡Oh! Le aseguro que era maravilloso oirle rebuscar los vasos en el aparador, sonaba a hogar, a intimidad, a pareja. Logró que me sintiera por un instante, una persona normal. 


-Marcial, ¿Es su novio?


-Iba a serlo, estoy segura, pero...ocurrió algo que dio al traste con todas mis expectativas, tanto personales como políticas.


-Siga, por favor... -Isabel se sentó, se levantó de nuevo y haciendo girar continuamente un anillo que brillaba en su dedo, siguió deambulando por mi despacho hasta que decidió continuar su relato.



martes, 10 de enero de 2017



 DESDE EL OTRO LADO DEL ESPEJO


 Sé que estás pensando en mí, en este preciso instante en el que yo también lo hago, estás pensando en mí. Empiezas a admitir que te rendiste, acuciado por el miedo a esa locura que nunca te atreviste a comprender,  ni aún hoy tienes el valor de confesarlo. Divagas...lo sé, no creas que solo te imagino o que todavía me alimento del recuerdo. Aún veo ese orgullo indomable que lo corroe todo, esa cobardía que te mantuvo estático aquella noche triste en que las sombras me engulleron.

miércoles, 4 de enero de 2017

LA VIUDA



El día que murió Damián, Elisa vio asomar tras sus geranios un sol resplandeciente. Se sentó en la butaca azul, a los pies de la cama donde estaba tendido y se quedó mirándolo largo rato, buscando en ese cuerpo abatido algún vestigio de aquel hombre atractivo al que se empeñó en amar tanto, a quien entregó su voluntad sin oponer resistencia y de cuya pérdida no fue consciente hasta muchos años después, cuando ya no era dueña de sus sueños. Escuchó en su voz los pensamientos que hasta ayer fueron secretos y al darles rienda se creyó menos sola pero más libre, descubriendo que el monólogo le reportaba una satisfacción inesperada a la que no fue capaz de resistirse.