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jueves, 31 de agosto de 2017


NIEVE DE AGOSTO


El primer copo de nieve cayó, silencioso, sobre un adoquín de la plaza mayor. Tan solo la aguda vista de don Germán, alcalde de Puertoazul, se percató del extraño fenómeno del que estaba siendo testigo en pleno mes de Agosto. El desconcierto condujo sus ojos hacia la blanca bola que no tardó en desaparecer bajo un pequeño charco de agua. ¿Será cierto que esos nubarrones no traían nada bueno? Recordaba a Jonás, el carnicero, que entre corte y corte de filetes de magras le había advertido por la mañana del cambio de tiempo: "Mal han hecho hoy en salir las barcas, habrán de volver temprano porque este cielo no augura nada bueno". Todo el mundo se rió, en su vida habían visto un sol tan deslumbrante.  El segundo copo, más pesado, fue a chocar sobre el tejadillo del " Café Gervasio" de donde don Germán acababa de salir tras tomarse un pacharán con hielo: "¡Qué, don Germán! ¿Otra vez nos hemos puesto ciegos de cocido? Ande, ande...sírvase otro, que a éste invita la casa...". En un instante, mientras todavía saboreaba el licor dulzón en su paladar, emitió una maldición al observar cómo la plaza entera se hacía invisible tras un blanco velo de nieve y advirtió, perplejo, la aparición repentina de una invasión de proyectiles blancos, que tan pronto parecían ser arrojados con la ira implacable de un dios vengativo, como surgían de distintas direcciones simulando escupitajos pétreos lanzados por una horda invisible de enemigos febriles. Unas ráfagas de viento huracanado propulsaban las heladas pelotas que, al igual que balas de cañón, chocaban contra los frágiles cristales de las ventanas haciéndolas añicos y abrían boquetes en las paredes de las casas como si fueran barrenas furiosas, dejando a la vista de cualquiera el interior de los hogares que hasta entonces protegían los tabiques. Así pudo ver por breves segundos a Ramón, el maestro, recogiendo del suelo a sus mellizos y subirlos a sus brazos para buscar refugio, se solazó avergonzado al encontrar a Constanza, viuda como él, cubriendo entre temblores su hermoso torso desnudo ante el espejo, pero fue tan efímero el rafagazo que apenas le dio tiempo a contemplar sus insinuantes pechos, envueltos al fin por una bata de vivos colores. La sedosa tela desapareció tras una puerta que el viento cerró,  y al alcalde, en un ensueño fugaz, le semejó el batir de alas de una mariposa huyendo aterrorizada de un pájaro hambriento.


El hombre indagó a través de las brechas, desde el endeble amparo que le proporcionaba la farola a la que estaba abrazado, con la vana esperanza de encontrar a Constanza y darle auxilio, pero tropezó consternado con algo muy distinto. Al barrer con su mirada la fachada comprobó con estupor que Casimiro, concejal del ayuntamiento que él presidía, le propinaba una monumental paliza a su mujer y debía estar tan exacerbado, que ni siquiera paró de arrearle con un palo a pesar del estruendo que produjo el muro al derrumbarse, sino que siguió machacando las costillas de Eulalia hasta que sintió el aire frío en su espalda descubierta. Casimiro se giró hacia la pared quebrada y  vio el brutal temporal a través del gigantesco tajo, quedándose tan pasmado, que no oyó cómo Eulalia se levantaba, cogía un cuchillo jamonero del cajón de la cocina y se lo clavaba en los riñones una y otra vez, hasta que Casimiro, con los ojos más blancos que los copos que caían, se desplomó en el suelo como un guiñapo sin soltar de su mano la despiadada vara de verdugo.



El alcalde no pudo ver más, pues decenas de ramas desmembradas y bancos arrancados del suelo daban vueltas alrededor de la plaza, impulsados por el aire en diabólicos remolinos. Era tan insólita la escena que creyó ver brotar desde el empedrado cuajos blancos que saltaban hacia arriba de tal forma, que parecía que el planeta entero se hubiera puesto boca abajo.

-¡Madre de Dios! -pensó el alcalde con el alma partida a pedazos-. ¡Dios! -le hubieran oido exclamar de no estar solo.

Se ciñó con pies y manos  a esa farola centenaria que, milagrosamente, resistía el embate con la terquedad de los viejos. Buscó con sus ojos a Eulalia, quizás el pacharán y la galerna le nublaron la vista,  hasta que percibió entre el torbellino su sombra agachada, haciendo ingentes esfuerzos para arrastrar algo hacia el fondo de la casa. Todavía no podía creèrselo, ¡Casimiro, un maltratador!, alguien a quien él creía conocer a fondo tenía un lado oscuro que ni en mil años hubiera sospechado. Se sentía tan sobrecogido que apenas notaba lo empapado que estaba. Un estremecimiento le recorrió la espalda, hacía un frío de mil demonios.

El ciclón arreciaba. Se agarró más fuerte al farol, casi fundiéndose en él y lloró de miedo, de impotencia, de pena. Echó de menos a Adela, su esposa, pensó en soltarse de ese hierro que le sujetaba a la tierra y salir zumbando con las ramas y los bancos hasta ella y acabar con todo. Si moría, Eulalia, maltratada hasta la extenuación y ahora asesina, tendría una oportunidad. Si vivía, se vería abocado a decidir sobre algo que no se vota en un pleno.
 
Ya tenía un par de dedos separados del poste luminoso cuando Gervasio abrió la puerta de la cafetería y el aire se la llevó por delante.

-¡Alcalde! -gritó- ¡Agárrese a mi mano o por Dios que le veo volar más alto que a mi puerta!

En efecto, la puerta sobrevolaba en ese momento el campanario y del mismo modo que hubiera hecho una inocente cometa, la vieron desaparecer a lo lejos más allá del monte de carrascas donde los vecinos se abastecían de leña durante el invierno.
Don Germán, ahuyentó sus cavilaciones y  alcanzó la mano de Gervasio que, sujetándose al marco de la puerta, lo introdujo de un empujón en el bar y lo puso a salvo.


Entró a trompicones en el bar, pensando en que no sabría dilucidar si era más increíble su intromisión en la historia de Eulalia o un temporal como el que estaban viviendo en pleno mes de Agosto. La tormenta había dejado sin luz el establecimiento y su dueño había tenido la precaución de cerrar puertas y ventanas y encender unas velas que dibujaban un lóbrego escenario. Cuando don Germán se acostumbró a la negrura, empezó a reconocer las caras de sus compañeros de infortunio. Los rostros fascinados de sus paisanos y el gesto inmóvil de sus manos sosteniendo en el aire las cartas de una partida interrumpida, le decían que sí; que ellos tenían muy claro que no podría haber nada en el mundo más increíble que presenciar cómo los adoquines de sus calles habían quedado sepultados bajo una espesa capa de nieve el día de la Asunción de la Virgen y que de seguir así, era fácil que este año no ascendiera sola a los cielos. Don Germán se topó al entrar con la imagen de la vida suspendida: un vaso de pacharán a medio camino entre la mesa y la boca, un cigarrillo pegado a unos labios con una pava de ceniza que amenazaba caer en cualquier momento sobre el verde tapete, una risa congelada,  un carmín rojo con el recorrido a medias, una tortilla de patatas olvidada en una sartén que empezaba a oler a quemado...la vida, en fin, risueña y confiada.

-Ayúdame a bajar las persianas o al final esta puta tormenta se nos llevará a todos. -Le dijo Gervasio a su sobrino Adrián, un titubeante chaval de quince años que se había metido a camarero con su tío para sacarse unas perrillas durante el verano, y que apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie del puro susto que llevaba en el cuerpo. -¡Tú, Magda! Ve a por más velas, hazme el favor, esto está más oscuro que la boca del metro. ¡Y que alguien retire esa sartén y apague el butano, joder! ¡Que ya sería la leche morir incendiados entre tanto hielo!

Los aludidos se apresuraron a cumplir las instrucciones y, como si hubieran despertado de un hipnotismo, los cuerpos, las caras y las manos de los parroquianos empezaron a moverse indecisos y tomaban conciencia de la situación a pequeñas dosis, pues en toda la vida habían visto nada igual.
Los copos de nieve congelados se empotraban en las contraventanas con furia, perforando la madera con pertinacia y dejando la persiana de la entrada como un queso gruyère. El ruido era infernal. Se miraban unos a otros temerosos y vacilantes, sin saber qué pieza mover.

-Deberíamos hacer algo -dijo de repente Magda, camarera oficial de Gervasio-, no  podemos quedarnos aquí, tan ricamente, como si no pasara nada.

-¿Ah, sí? Y ¿a tí qué se te ocurre, guapa? -contestó Gloria cortante y enrojeciendo por momentos. Gloria andaba con la mosca detrás de la oreja. Y no le faltaba razón pues Ernesto, su marido, babeaba sin disimulo tras el trasero de Magda desde el primer día en que llegó al pueblo la rubia criatura, enfundada en un vestido que parecía una vaina a punto de reventar con cada movimiento de caderas y una pequeña maleta roja en donde guardaba sus escasas pertenencias traídas desde Rumanía. -Si te parece nos ponemos unos guantes y salimos a hacer un muñeco de nieve, o montamos una pista de esquí junto al puerto y bajamos desde las carrascas, a ver quien se ahoga antes. Aunque yo creo que tú preferirías un hotelito de esos que aparecen en los anuncios de escapadas de fin de semana, uno de esos sitios a los que van las busconas con los maridos de otras. Sí, seguro que eso te gustaría más. -
Sentenció Gloria ante la mirada expectante de la concurrencia.

-¡Ya está bien, Gloria! -protestó enojado su marido-. Cierra el pico por una vez, joder. Me tienes hasta los...

-Bueno, ¡basta! -gritó Jonás separando con sus brazos a la pareja-. Dejad vuestras trifulcas para mejor ocasión, ¿de acuerdo? Estamos aquí encerrados, por si no os habéis dado cuenta. El teléfono no funciona, no hay radio, ni televisión. No sabemos qué está pasando ni cuánto durará. Así que lo mejor es que nos calmemos y esperemos a que pase la tormenta. Después veremos lo que podemos hacer, así que paciencia.

-Para tí resulta fácil pedir paciencia, ¡eres soltero! -gritó crispado Nicolás al tiempo que alcanzaba la persiana cerrada con candado y comenzaba a forcejear con ella- ¡Mi mujer y mis hijos están ahí fuera! No puedo quedarme tan tranquilo a esperar que pase la tormenta así que... ¡abre la puerta, Gervasio, o te juro que va a haber aquí algo más que palabras! ¡Que abras te digo, joder! -repitió fuera de sí.

Cuatro o cinco hombres que hasta el momento estaban en la barra, comenzaron a arremangarse las camisas conforme se acercaban a Nicolás y se plantaron junto a él, puestos en jarras, con aviesas intenciones hacia el pobre Gervasio que, con disimulo, amarró la barra ganchuda de la persiana ocultándola tras su pierna. La verdad es que en un momento todo había cambiado. La cordialidad, la campechanía, la complicidad amistosa de la que hacían gala media hora antes, habían perdido la batalla frente a una situación extrema para todos. Se había desatado un motín en el que los desafíos se medían de manera muy distinta a la que acostumbraban: una baraja, un puro en la boca y unas rondas de pacharanes que nunca tenían fin.

-¡Escuchadme todos! -exclamó don Germán con voz autoritaria- es cierto que la situación es complicada. El pueblo, y esto no hay quien lo salve, sufrirá daños y algunos serán, sin duda, irreparables. Pero yo acabo de estar ahí fuera y seré sincero con vosotros. Nos enfrentamos a un ciclón como el que nunca se ha visto. Las casas del pueblo están llenas de boquetes, tanto es así que si uno se asoma puede ver hasta los cuadros de las paredes;  pero yo mismo he visto cómo los vecinos salían a refugiarse a las bodegas y podéis estar seguros de que todas vuestras familias habrán hecho lo mismo, como así ha sido durante siglos en este pueblo. Nuestros antepasados construyeron esos refugios para protegerse de ataques mucho más perniciosos que un violento temporal. Y aquí estamos. Vamos a ver, Nicolás, ¿cuántas veces le has contado a tus hijos dónde se escondían los abuelos durante la guerra? ¿cuántas veces le has dicho a tu mujer que no había en el mundo mejor cobijo? Y vosotros, Román, Ángel, Felipe...¿dónde os hubiérais resguardado? ¿tanto dudáis de la inteligencia de vuestras mujeres?

Los hombres, poco a poco, fueron bajando las cabezas y, con ellas, las mangas de sus camisas.

-No debéis ahora preocuparos por ellos, amigos míos -continuó el alcalde-, por la sencilla razón de que, además, no podéis hacer nada. Os aseguro que en el momento en el que piséis la calle sois hombres muertos, porque este vendaval se os llevará por delante en menos que cante un gallo. Y yo, como alcalde y amigo, no puedo permitirlo. Así que venid aquí y sentaos con nosotros. Entre todos haremos que la espera sea menos dolorosa.

La cordura de don Germán, a quien todos admiraban, había hecho mella en sus afligidos corazones de tal forma que los ánimos se calmaron. Los amotinados se sentaron a las mesas, mesurándose con resignación los cabellos y los que estaban sentados se levantaron y fueron hacia ellos a abrazarlos y darles consuelo con amistosas palmadas en las espaldas. Gervasio, volvió a dejar el gancho tras la barra.

-¡Vamos señores! -dijo Gervasio- nuestro buen alcalde, como siempre, ha dado un gran discurso, y ¡eso que no estamos en plenas elecciones! -unas tímidas sonrisas se dibujaron en los rostros de los vecinos. -Magda, sírveles lo que quieran, paga la casa.

La oferta de Gervasio fue bien recibida porque las peticiones no se hicieron esperar demasiado.

-Magda, sírveme un chato, anda. ¿Qué, echamos la revancha? - dijo Anselmo, el frutero, mientras barajaba las cartas con un puro apagado colgándole del labio. Un murmullo de conformidad le invitó a repartir las cartas a sus compañeros de mesa. Eso decidió al resto de los jugadores a hacer lo mismo. "El profeta tiene razón, no conseguimos nada poniéndonos nerviosos. ¡A mí un wisky doble!, un día es un día...", "Da por mí anda, que voy al lavabo. Me llevo una vela, que no se ve un carajo...", "La siguiente la pagas tú, Manolo, que yo he cantado las cuarenta...","¡Un carajillo, Gervasio! ¡Ah, y un palillo, que aún llevo atorada la chuleta en el diente..."

Don Germán respiró hondo. Solo quería que acabara ese día y al mismo tiempo tenía miedo de que así fuera. Lo que había visto lo tenía desencajado: su pueblo, destrozado, no era nada comparado con la lucha desatada en su espíritu: "¿qué hago con Eulalia?, si digo lo que ví acabará en la cárcel, y si callo, tendré en mi conciencia un asesinato. Pero fue en defensa propia, ese tipo era un canalla, ¿cómo es posible que un hombre trate así a su mujer? ¿Estamos locos, o qué...?".

-Anda, Gervasio. Pónme un pacharán y que sea lo que Dios quiera. -pidió abatido el alcalde.


Gloria, ajena a las reflexiones de don Germán, al motín y al intempestivo temporal que lo sacudía todo,  se encendió un cigarrillo. Sentía frío y sin embargo, ardía de odio. Si Magda no existiera... o tal vez se estaba engañando. No era la primera vez que perdonaba sus desmadres amorosos. Si no existiera ella habría otras y así sería siempre. Pero ahora era diferente, no podía permitirse otra humillación. Tenía que hacer algo, lo que fuera. Algo podría hacerse pues, ¿no era cierto que nevaba en pleno mes de Agosto? ¿No era cierto que oía el viento encolerizado arrasándolo todo cuando nadie se lo esperaba? Varias ideas iban y venían por su cabeza, ideas tan desesperadas como ella misma. Apagó el cigarrillo y miró hacia la barra. Bajo la tenue luz de las velas vio desolada cómo Magda tomaba de la mano a su marido y lo conducía al almacén con una sonrisa lasciva en su rostro. A Gloria le flaquearon las piernas, a tientas encontró una silla y se sentó, con la mirada perdida en la opacidad del almacén. Angustiada, hurgó en su bolso buscando el inhalador. Sus dedos apresaron sin embargo, la navaja de sándalo que él le regaló en tiempos más felices.

De repente, el bar quedó en silencio. Ya no se oía el viento, ya no llovían municiones blancas contra las ventanas. La luz volvió. El sonido familiar de los wasap empezaron a sonar en los bolsillos y sobre las mesas. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y cogieron sus móviles para saber de sus familias y amigos. Gervasio abrió las contraventanas interiores pero no pudo ver nada. El hielo se había instalado en los cristales.

-¡Magda! ¡Trae agua caliente, rápido!

Magda salió del almacén alisándose la falda, en un momento apareció detrás de ella el marido de Gloria. Nadie se dio cuenta salvo ella. Ella y don Germán, a quien rozaron por la espalda al salir del almacén.

Don Germán subió la persiana con dificultad, la puerta exterior había desaparecido y una capa sucia de hielo, llena de ramas, piedras, maderos y todo aquello que el viento se había llevado por delante, le cubría casi hasta la cintura.

Les costó más de dos horas retirar la nieve para poder salir. Poco a poco, los clientes del bar Gervasio se fueron apelotonando en la entrada sin dar crédito a lo que apareció ante sus ojos. No se veían las calles, ni la plaza, no quedaban árboles en pie, ni los bancos en los que los viejos pasablan apacibles mañanas, no había nada. Tan solo la farola centenaria a la que se aferró don Germán permanecía firme y orgullosa, elevándose hacia el cielo desde ese suelo blanco por el que asomaba.  Atravesaron la puerta como los supervivientes de una película apocalíptica. Después, echaron a correr hacia sus casas mientras gritaban el nombre de sus mujeres e hijos. El pueblo comenzó a llenarse de personas que se buscaban unas a otras y se abrazaban llorando al encontrarse. Entre ellos emergió de repente Mateo, el funcionario del cementerio, preguntando a gritos por el alcalde. Don Germán distinguió cómo un grupo de gente señalaba hacia el bar y el hombre, sorteando todo tipo de obstáculos y medio hundido en la nieve, se dirigía hacia él lentamente haciendo aspavientos con las manos. Llegó sin resuello hasta el alcalde que con evidente impaciencia le instó a hablarle.

-¿Qué ocurre, Mateo? -preguntó.

-Es Casimiro, alcalde -contestó mientras limpiaba el sudor de su frente con un pañuelo.

-¿Y bien? ¡Habla, por Dios, que nos tienes en ascuas! -dijo Gervasio.

-Está muerto. Lo acabo de encontrar atravesado en los hierros de la valla del cementerio; algo espantoso, señores, es como una masa de carne insertada en un tenedor gigante, no hay un centímetro de piel entero en ese cuerpo. Dice Márquez que el caso está claro. Si llegan a hacerle la autopsia será mera formalidad, el huracán ha sido devastador. Estamos esperando que se lo lleven pero las carreteras han sufrido muchos daños. Seguramente lo dejarán en manos del médico, que también tiene un buen lío y acelerarán el entierro.

-¡Qué horror! -exclamó Gervasio-. Seguramente la tormenta le pilló en descubierto y lo arrastró hasta allí. Si este temporal ha causado los destrozos que estamos viendo, ¿qué no habrá sido capaz de hacer con un hombre indefenso?

-¿Indefenso, dices? -espetó Gloria proyectando en los hombres unos ojos como dardos venenosos-. A esto lo llamo yo justicia divina. -Don Germán la miró desconcertado y ella, mordiéndose el labio, desvió su atención hacia Gervasio y Mateo-. Prométanme que si un día me ven con un ojo morado no me crean si les digo que me dí contra una puerta.

El alcalde y Gervasio se revolvieron inquietos ante la insólita petición pero el funcionario, sin embargo, no se dio por aludido porque tras restregarse los ojos como si quisiera espantar una pesadilla siguió su relato:


-¡Y esto no es todo! El puerto es una calamidad; no queda un barco sano pero los pescadores no salieron a faenar, así que por ese lado, no hay problema y el pueblo...el pueblo entero está patas arriba, no hay nada en su sitio; sin ir más lejos, el propio cementerio. El viento ha levantado hasta las cruces de la parte antigua, un caos. Ahora, cualquiera sabe cuál es el la cruz de cada quien, ya que muchas de ellas están despedazadas.

A don Germán le bullía la cabeza como si su cerebro fuera un fogón en el que hubiera una cazuela hirviendo.

-¿Y Eulalia? -preguntó el alcalde sin apartar su mirada de la de Gloria.

-La están curando. Por lo visto salió en su busca pero tuvo que volver a la bodega, la pobre está llena de moratones y golpes por intentar salvarlo. No puede ni hablar, todavía no le han dicho nada. En la consulta no dan abasto con los heridos pero casi todos presentan leves magulladuras o esguinces al resbalar en la nieve para refugiarse en las bodegas. No creo yo que haya más bajas que lamentar.

En ese momento salió del bar Ernesto, el marido de Gloria.

-¿Vienes? -le dijo a Gloria.

-No -contestó ella-, no voy.

Él se la quedó mirando por un momento, encogió los brazos y se adentró en la plaza, andando como si llevara zancos en los pies.

Gloria permaneció en la puerta, vigilando su retirada. A su izquierda don Germán, a su derecha, Gervasio y Mateo.

-Bien, -dijo el alcalde pasando una mano por su barbilla- si el sargento Márquez tiene el cadáver bajo control, no hay nada que objetar. Personalmente creo que tiene razón: ha sido un accidente, una desgracia inevitable, un episodio infortunado que hay que cerrar cuanto antes, pues, como bien ha dicho Mateo, tenemos mucho trabajo por delante y muchos vivos que atender.

El alcalde sintió un alivio inmenso al pronunciar esas palabras. Eulalia merecía paz y no era él quien iba a arrebatársela.

Gervasio miró al cielo. Un resquicio de sol asomaba entre las nubes.

-Creo que mañana escampará -dijo.

-Para mí ya ha escampado -contestó Gloria tirando la navaja de sándalo a una papelera desbordada por la nieve-. Díganle a Magda que es todo suyo, no sabe bien el elemento que se lleva.

Aspiró de su inhalador y perfilando entre la nieve la estampa de una reina; marchó calle abajo, lejos de la que hasta ese día de negros nubarrones, había sido su casa.


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