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domingo, 16 de julio de 2017

LA NOCHE PERPETUA


Cuando murió su madre, Catalina aspiró hondo en un intento de tragarse su alma. Acarició la nube gris de sus cabellos y la retuvo en sus dedos por un instante. Sabía  que sería la última vez que tocara esa frágil melena similar a una madeja de algodón. Se puso en pie y buscó en el armario metálico su abrigo y su bolso. Un sonido seco la asustó al romper el silencio de la habitación. El bastón había caido al suelo, sobre su pie. Lo cogió y apretándolo con fuerza, se marchó. Al llegar a casa le sorprendió el sonido  del reloj de carrillón anunciando la hora, contó doce "gong" mientras con un cansancio infinito se quitaba los zapatos dejándose caer como un fardo sobre el sofá hasta que se quedó dormida.


Cuando despertó todo seguía a oscuras. Hacía un calor agobiante, impropio para una mañana invernal y se sentía desorientada por esa inquietante penumbra que le hacía dudar si era de noche o de día.  Se levantó,  restregó sus ojos y fue hacia la ventana tanteando los muebles con la mano, cuidando de no chocar con ellos. Puso sus brazos por delante de su cuerpo, en temblorosa avanzadilla, hasta que palpó con las yemas de los dedos el frescor del cristal. Buscó la cuerda de la persiana anhelando una luz que atravesara el salón y la sacara de la oscuridad. Identificó a través del tacto la áspera correa y tiró de ella con vigor hasta que hizo tope, paralizada y perpleja, se dio cuenta de que la persiana había subido hasta arriba pero ella seguía sin ver nada. Intentó calmarse, razonar,  "qué extraño" -pensó-,  "ha debido estropearse, daré la luz y veré qué ocurre". Más animada, deslizó su mano por la pared buscando el interruptor, el cuadrado metálico ya estaba a su alcance. Lo pulsó. Nada. Un sudor frío empezó a gestarse en su espalda y fue más latente cuando se percató de los ruidos. Oía los coches, los autobuses, la radio que la vecina escuchaba todas las mañanas, niños riendo mientras jugaban, una aspiradora; oía el bullicio de la vida, oía la luz. Pero ella seguía a oscuras. "La persiana está rota y los fusibles han saltado, la persiana está rota y los fusibles han saltado...pero, ¿y el resto de la casa? No entra luz por ninguna ventana, ¿acaso se han roto todas las persianas?".  Decidió que lo mejor sería salir al rellano y comprobar si allí había luz. Abrió la puerta despacio, dando ocasión a que la claridad entrara poco a poco, sin estridencias. Solo espacios negros y el olor de un guiso la abordaron en la escalera y como si tuvieran patas y garras la rodearon, la acosaron, la aterrorizaron hasta que con un grito ahogado se giró buscando la puerta de su casa y se adentró en ella jadeando, presa del pánico. Agarrándose a las paredes avanzó por el pasillo hacia el salón. Cuando encontró el espacio vacío de muros caminó hacia el sofá, tropezó con algo que había en el suelo y cayó de bruces. Notó un líquido espeso y caliente en su boca, estaba sangrando. Buscó a gatas el objeto que le hizo caer. Alargado, de madera, un palo...¡El bastón! De nuevo el reloj de carrillón. Doce "gong", uno detrás de otro.


Entonces comprendió. Vio a su madre con su hermano pequeño en sus brazos, arrullándolo, dándole el pecho, dedicándole todo su tiempo a ÉL. Así sería siempre. Su madre compartida ya no le dedicaba sus juegos, ni sus caricias. Todo su cariño era para él, para ese intruso que había venido a entrometerse en su vida. Recordó aquel bungalow donde fueron de vacaciones. Su hermano dormía la siesta y ellas estaban fuera, en el porche. Sonaron las campanas de una iglesia cercana y jugaron a contarlas: Una, dos, tres...rieron alborozadas cuando sonó la última: "¡Doce!". Era una delicia tener a su madre para ella sola sin que el pequeño metomentodo interrumpiera sus juegos o sus confidencias con sus insufribles lloros, con sus insistentes requerimientos. Las risas se detuvieron en el aire cuando vieron el intenso humo que salía del bungalow. Sonrió, taimada,  mientras escondía las cerillas en el bolsillo de su chaqueta. "¡Fuego!", gritó su madre echándose las manos a la cabeza. El fuego se propagó con rapidez, las llamas se veían amenazadoras tras las ventanas y un intenso calor  traspasó las endebles paredes de la casa hasta llegar al porche donde se encontraban. "¡Vámonos, mamá!", pero su madre le dio un empujón lanzándola fuera de la casa y entró a por el niño.  Salió con él en brazos, ya sólo era un bulto pequeño, inerte y silencioso, envuelto en una mantita ahumada que una vez fue azul. Un bulto que ya no volvería a separarlas nunca. La madre tenía desde entonces dos cuevas en los ojos, callejones sin salida en los que ya no entraba el sol.


Sacó el cepillo de su madre que llevaba en el bolso y comenzó a peinarse, una y otra vez, como la peinaba a ella todas las mañanas, antes de tragarse su alma. 


 "Lo hice por nosotras, mamá. Tienes que entenderlo, éramos tan felices...".



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