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jueves, 25 de enero de 2018




EL SANTO DEL DIA



La primera vez que Abundio vio un libro tenía poco más de ocho años. Aquella madrugada, Abundio despertó sobresaltado y sin saber si todavía se encontraba dentro de algún sueño, sorprendió a su madre vestida de negro observándole inmutable desde los pies de su cama. Era tan negra su figura que el niño apenas pudo vislumbrar en la oscuridad del cuarto un par de fulgores blancos como huevos de codorniz que aparecían o desaparecían, a capricho de unos párpados que llevaban muchos días sin cerrarse del todo. Abundio pensó que todo había terminado. El luto le hizo augurar que su padre, por fin, había muerto.


-Compra sardinas -le dijo Agustina mientras le ensalibaba el pelo-, tu padre necesita hierro.

El niño saltó de la cama sin entender nada, pues si su padre vivía no tenía sentido que su madre llevara luto. Ignoraba que tras la ruda coraza de su madre, se escondía un espíritu asustadizo que la llevó a la desesperación el día que su marido agonizaba sin remedio, víctima de unas fiebres ponzoñosas que el médico del pueblo era incapaz de aplacar.

La angustiada mujer había acudido a Don Telmo, párroco del pueblo, que al practicar la extremaunción al paciente, le reprochó a Agustina su falta de fe y la llevó en volandas por el camino de la oración; mandato que la potencial viuda cumplió con perseverancia devorando las cuentas del rosario junto al lecho del moribundo, jurando que si sanaba jamás vestiría de otro color que no fuera el negro. Dura promesa para quien desde niña fantaseaba en secreto con la idea de ser actriz, sueño incumplido que aún alimentaba frente al espejo, emperifollada con todo tipo de abalorios, maquillados los labios y los ojos como si fuera una artista  consagrada a la que visitaban en su camerino damas elegantes rabiosas de envidia y hombres ricos cargados de joyas para comprar sus favores. Sobra decir que la realidad estaba muy lejos de sus anhelos pero, aún siendo su destino tan poco risueño, tenía un techo, un hombre y un hijo, y si había que sobornar al mismísimo Dios para conservarlos, que nadie dudara de que lo haría.

Y lo hizo.

Su sacrificio se vió compensado al fin con la resurrección del desahuciado, que volvió milagrosamente del lóbrego trance pidiendo a gritos un estofado y el porrón, demanda que la exviuda se apresuró a satisfacer bajo la mirada estupefacta de un par de vecinas, alcahuetas de oficio, que no tardaron en buscar una excusa para salir tan rápido como sus piernas les permitían a disputarse la inesperada primicia por todos los rincones del pueblo. Desde ese momento, Agustina cumpliría su promesa y  vestiría de negro, y hasta la casa parecía más oscura. Agustina temía que Dios la volviera a castigar por mantener íntimamente intacto su sueño de ser actriz, algo que solo Dios sabía, y esa zozobra interior decidió combatirla con una ardiente fe religiosa que la alejó de la mundana alegría.

-¡Vamos! ¡Levanta de una vez! Si no llegas el primero seguro que nos quedamos sin sardinas. Y no te entretengas por el camino, que estás siempre en las abutardas...

Cuando ese bulto oscuro que era su madre traspasó la puerta, dejó tras de sí en la mente del niño una sombra confusa y se preguntó si tal vez hubiese sido mejor que su padre hubiese muerto y darle así a este dislate un punto de cordura. Abundio supo desde entonces que tendría que esforzarse mucho para adaptarse a un escenario tan poco estimulante.


Así que el pequeño se fue cabizbajo hasta la plaza iluminada todavía por las luces naranjas de las farolas a la espera de que el sol asomara algún rayo tras el monte bajo de carrascas. Acababa de sentarse sobre una piedra, cuando vio llegar a su primo que, silbando y con las manos resguardadas en los bolsillos, avanzaba hacia él arrastrando ruidosamente una lata entre sus pies.

-¿Echamos un partido? -Le dijo Abundio a modo de saludo sin quitar los ojos de la lata que brillaba sobre el empedrado-, el que meta más goles va el primero en la fila.

Y los dos se emprendieron a patadas con la abollada hojalata hasta que al cabo de casi hora y media, se oyó a lo lejos el megáfono del Pegaso azul de Fulgencio el pescadero, anunciando con potencia barítona la llegada de las ansiadas sardinas.

Tuvo la suerte Abundio de ganarle el partido a su primo, llamado exactamente igual que él, es decir: Abundio Martínez Heredia. Compartían nombre de pila porque aunque su primo Abundio II nació prematuro (según las alcahuetas con un peso excesivo para ser sietemesino), ambos vieron la primera luz un 11 de Julio del mismo año y sus padres, también primos, siguiendo la tradición arraigada en el pueblo de nombrar a los nacidos según el santo del día, eligieron el que les pareció menos llamativo del calendario, no habiendo por desgracia mucho donde desgranar ese día. Podrían haber escogido Benito, sin duda mucho más vistoso, pero por todos era sabido que el único precedente en el pueblo con ese nombre llevaba cumpliendo condena cinco años por haber matado a la hija del carnicero con una pata de cordero, que es lo primero que tuvo a mano al negarle sus favores la guapa moza. Benito la sorprendió en la trastienda de la carnicería mientras preparaba unas exquisitas morcillas de cebolla de las que no quedó ni la muestra en todo el establecimiento, siendo el paradero de las mismas asunto de encendidos debates en las tertulias de café que entre copas y bastos sazonaban las monótonas tardes de los ociosos vecinos.

La gente, avisada a son de megáfono, iba acudiendo con sus bolsas hacia la camioneta de Fulgencio que iba colocando su mercancía bajo la mirada absorta de los dos Abundios, maravillados de la habilidad con la que el pescadero montaba en tan poco espacio la surtida mercancía.

-Me ha dicho mi madre que me ponga hoy las más frescas -dijo Abundio I abriendo el turno-, que la última vez le salieron tres piezas que tenían los ojos que parecían haber visto un fantasma.

-¿Un fantasma? ¡Qué ocurrencia! -exclamó Fulgencio estallando en carcajadas-. Anda, dile a tu madre que le meto tres más por la aparición, aunque ¡sabe Dios quién asustó a quién en tan infortunado encuentro! -añadió riendo jocosamente animado por la concurrencia.
Abundio I, que no comprendió el origen de tanto alborozo, se disponía a apartarse con sus sardinas del primer puesto cuando Fulgencio le llamó.

-¡Chico!, ¿te gustan los libros? -Abundio I no sabía si los libros le gustaban o no pero contestó que sí, ya que intuía que  con esa respuesta iba a salir mejor parado que con la contraria.

-Pues toma, te los regalo, hoy me has alegrado el día. A mí ya no me hacen falta porque desde que nos compramos la tele ya no leemos, le damos al botón y ¡hala! ahí tenemos todo lo que hay que saber sin tener que estar pasando las hojas. -Dicho esto, cogió una bolsa amarillenta que tenía en la Pegaso y se la alargó al chico que, sorprendido por el peso de la misma, a punto estuvo de dejar caer al suelo las escurridizas sardinas.

Cuando Abundio I llegó a casa, subió corriendo las escaleras que le conducían a su cuarto y tras acomodarse sobre la cama, abrió la bolsa de libros y uno a uno los fue poniendo encima de la colcha hasta cubrirla casi por completo. Quedó fascinado con las tapas de colores y con las letras que en perfecta hilera recorrían las hojas. Leyó en voz alta los autores, seducido por esos nombres que sonaban a poesía, alejados de la rudeza de los que él conocía: "Qué nombres tan bonitos, éstos tuvieron más suerte que yo con el santo. Gabriel, igual que el ángel; Alejandro Dumas,  ¡así se llamaría un guerrero!, Julio Verne...". Se sumió en una honda meditación y después de acariciar sus lomos y aspirar el aroma a tinta y papel un tanto deslucido por el uso, se sintió dueño de un tesoro extraordinario y tomó la decisión inquebrantable de ser como ellos, de escapar como fuera del mustio anonimato y conquistar la gloria.

Abundio I cambió sus hábitos desde que descubrió los libros. Huyendo del negro hábito de su madre y del silencio que atravesaba las paredes de su casa, se apresuraba en terminar pronto sus tareas para disfrutar de la soledad de su cuarto y dedicarse por entero a su nueva afición. Tras encerrar las gallinas, se refugiaba en su habitación para entregarse febrilmente a la lectura y aunque no comprendía el significado de muchas de las palabras que leía, encontraba gran placer al pronunciarlas en voz alta y consagraba horas del día o de la noche a copiarlas de su mano, buscando en el carboncillo del lápiz el significado de las mismas. Habló de ello con Don Pío, el profesor de la escuela a la que él dejó de asistir, pues la enfermedad de su padre le obligó a tareas más conminatorias. El buen maestro le hizo el segundo regalo más maravilloso que le hiciera nadie tras el pescadero: un diccionario.  Lo cierto es que no había nada que él deseara más que recomponer ese puzzle de frases deshilachadas por algunas palabras esquivas que, al fin, le mostraban un significado exacto y concluyente; palabras que al descifrarlas le iluminaron el entendimiento, sintiéndose aliviado tras meses de impotencia y frustración en los que, sin darse cuenta, iba perdiendo la poca infancia que le quedaba.
Tan erudito y ermitaño se volvió que no fue consciente de que le nacían enemigos resentidos que no se aclimataban a su nuevo compás existencial. Entre ellos, el más dolido era Abundio II. Daba pena verlo, sentado bajo la ventana de su primo, hecho un mar de lágrimas esperando sin fortuna ablandar su caparazón cada vez que le invitaba a echar un partido o a jugar a las canicas. Su tenacidad duró casi tres años hasta que al final, se rindió. Lo último que oyó Abundio I de su primo fue en una tarde de tormenta en la que el cielo se rompió como un gigantesco jarrón, arrojando cristales blancos sobre las cabezas de los vecinos que huyeron en estampida como una manada de ñus. Los Abundios se cruzaron a la altura de la escuela, el primero; acompañado de su padre y un rebaño de ovejas calados hasta los huesos y el segundo, volviendo del último día de clase antes de las vacaciones del verano en el que ambos cumplirían catorce años.

 -Te acordarás de mí, Abundio  ̵̶̶ le dijo clavándole los ojos encendidos mientras le agarraba del brazo-,  ya verás. Hoy te juro que no olvidarás a tu primo. No podrás decir que no estás advertido.


.
Abundio I supo por su mirada lo que era el rencor. No tuvo necesidad de consultarlo en el diccionario.

El tiempo pasó rápido para Abundio I. Se transformó en un recaudador de palabras siendo su actividad tan absorbente que abandonó su naturaleza espontánea  para convertirse en un joven hostil y taciturno. Dejó sin remordimientos su pueblo, con sus trasnochadas costumbres y sus primitivos moradores y, en el autobús que lo conducía a Zaragoza, entabló amistad con Don Emiliano Gascón, flamante dueño de una importante tienda de libros de la capital aragonesa que recorría los pueblos de la provincia y que conmovido por el interés del muchacho por la literatura, le animó a trabajar en su empresa. No había más que mirarle a él, vistiendo un elegante traje de hilo francés para convencerse de que las oportunidades no vienen en bandadas como aves migratorias y que únicamente las mentes despiertas saben encontrar la luz tras una espesa capa de bruma.

-Tú ya has dado el primer paso, el más difícil. Saber lo que quieres. Cuando uno sabe lo que quiere ha de ir a por ello y si hay que arrancarse algo que duele se arranca y se sigue. ¿Tienes donde dormir, muchacho?

Don Emiliano Gascón había perdido a su esposa al año de casarse en un parto múltiple del que no salió nadie vivo. Superó la muerte de Catalina y sus tres varones con cierta dignidad pero jamás pudo vadear la honda tristeza que le produjo el cuádruple sepelio ni la soledad a la que se arrojaba cada vez que llegaba a su casa vacía. Le ofreció a Abundio trabajo como repartidor de libros y amparo, con la única condición de ser honesto en su cometido y no alternar con mujeres dentro de las paredes de su vivienda para no alimentar intenciones vengativas en el fantasma de su malograda mujer. Estaba convencido de que su esposa le hacía culpable de su trágico destino; no en vano había muerto bajo ese techo a causa de su desbordante virilidad que, en una sola noche de solaz, había causado tanto estrago.

Abundio inició su tarea de repartidor con enorme interés, combinándola sabiamente con su amor a las letras, pero no era ajeno al excitante bullicio callejero tan distinto al apacible entorno del que provenía, por lo que movido por la curiosidad, comenzó a frecuentar algunos locales de la ciudad en los que se familiarizó con las charlas de café y carajillo si era hora temprana o, si ya las farolas alumbraban las calles, la contemplación perturbadora de los cuerpos femeninos que allí alternaban. Mujeres de formas variables solo en el grosor de las curvas, criaturas enigmáticas cuyas miradas se le clavaban como saetas en partes de su anatomía que nunca salieron de su pantalón en busca de lugares más recónditos que el hueco de su mano.

Una de esas noches reventonas, conoció a Isabel y se fue con ella. A Don Emiliano le costó un tremendo disgusto digerir la noticia, ya que le había tomado tanto cariño al muchacho que solía llamarle hijo y tratarlo como tal, incluso limitó su trabajo a las mañanas para que pudiera dedicarse a la literatura pero al ver a Isabel, con esas carnes rotundas de "donna" italiana y esos ojos ardientes como castañas en invierno, sintió añoranza y les dio sus bendiciones.

Isabel regentaba una fonda muy conocida en Zaragoza no precisamente por la limpieza de sus instalaciones o por su buena mano para la cocina, también meritoria, sino por otro tipo de talento del que solo eran conocedores los hombres que lo disfrutaban. Era una mujer curtida que conocía la condición masculina y se zambullía en ella con habilidad magistral.  Dicha pericia condujo a Abundio a un mundo de sensaciones nuevas que nunca hubiera supuesto que existieran, más allá de la ficción literaria, y  comprendió que para escribir no era suficiente un diccionario, sino también ahondar en la experimentación personal.  Descubrió verbos como desear, gozar, acariciar o poseer  y aprendió a conjugarlos sin hacer uso de la enciclopedia.  Abundio dejó de escribir para dedicarse a vivir, arropado por los cálidos arrumacos de Isabel que en plena madurez conseguía por fin, un hombre para ella sola.


Abundio seguía trabajando en la tienda de Don Emiliano y aunque él le propuso un ascenso, prefirió rechazar la oferta para pasar más tiempo en los brazos de Isabel y retomar su antiguo anhelo de ser escritor. Una tarde en la que tras la siesta ojeaba el periódico, entró en un estado de euforia al conocer que una editorial  convocaba uno de los concursos de literatura más importantes del país. Convencido de que el premio sería para él, trabajó intensamente día y noche hasta concluir su original y orgulloso de su obra, se apresuró a enviarlo. Imaginó su ejemplar premiado, su nombre en letras impresas de colores como el primer libro que tuvo entre sus manos. En ese momento, cuando soñaba con la portada de su libro, se percibió con pavor de que el nombre de Abundio era el menos indicado para protagonizar un momento de tanta trascendencia. Compartió su inquietud con Isabel que haciendo honor a una mente práctica y resolutiva, le propuso una solución:

-Tienes razón. Abundio no es un nombre apropiado, no te ofendas mi amor, pero ¡es el nombre más feo que he oido en mi vida! Déjame pensar... tengo un conocido que me debe algunos favores... ocupa un cargo relevante en el registro, iré mañana a su oficina y hablaré con él. Ve pensando en otro nombre.

Abundio destinó los siguientes días a buscar una nueva identidad pero ninguno era suficiente para él hasta que, viendo una película americana con Isabel en el cine Rex, decidió llamarse como el protagonista: Tyler Gray.

Aquella tarde de Abril un intenso aguacero sobrecogió la ciudad. El cielo escupió unas minúsculas piedras blancas que caían como agujas sobre los sorprendidos viandantes que saltaban sorteando los charcos buscando abrigo. Isabel llegó a casa chorreando, echando sapos y culebras por la boca y maldiciendo al sacaperras que le vendió un paraguas que no había resistido el primer embate. Encontró a Abundio mirando el chaparrón por la ventana, vio su sonrisa reflejada en el cristal y una carta en su mano. No le hizo falta más para saber que su Abundio era finalista en el concurso.

El teatro estaba a rebosar. Todo aquel que era importante recorría, sonriendo a los flashes de los fotógrafos, una impresionante alfombra roja. Entre ellos se encontraba Abundio, nervioso y sonriente, flotando en el sueño de ser el elegido y ávido por formar parte de ese selecto círculo. La gala comenzó y tras los discursos de bienvenida por parte de miembros de la Academia, el presentador del evento pasó a dar el nombre del flamante triunfador del concurso literario.

- ...y queridos amigos, el ganador del XVI Concurso Literario "Plumilla de Oro" es...¡Abundio Martínez Heredía!

La sala irrumpió en aplausos, puesta en pie, se desató la locura y todo el mundo miró hacia el escenario impacientes por conocer al ganador a quien, al oirse llamar como le bautizó su madre, le flaquearon las piernas. Con la garganta seca y sin saber qué hacer con sus manos, quedó por un momento conmocionado hasta que animado por la insistente ovación se levantó de su asiento y empezó a creérselo. Los focos le alumbraron, siguiéndole en su trayecto por butacas y pasillos, entregado a los espontáneos saludos de los asistentes que se cruzaba en su camino. Aclamado por un público enfervecido subió al escenario y escalón tras escalón, le pareció estar ascendiendo a los cielos de tan dichoso que estaba.

Una vez sobre el escenario, saludó al presentador y un hombre de piel cetrina se le acercó por detrás discretamente. Abundio sintió su aliento pegado a la nuca cuando le dijo:

-Perdone Sr. Martínez, soy el notario de la editorial. Necesitaré su documentación para comprobar su identidad, es imprescindible para la entrega del cheque.

-Por supuesto, será un placer. -Abundio sacó la cartera y facilitó su documentación al notario.
Embriagado por la celebridad, siguió sonriendo de satisfacción al público asistente que no dejaba de aplaudir sin ver, tan cegado como estaba, que el notario se dirigía sudoroso hacia el presentador y le comentaba algo que iba cambiando el color del conductor del evento. Repentinamente, el maestro de ceremonias ordenó silencio y dirigiéndose al fulgurante escritor exclamó sin miramiento alguno:

-Usted no es Abundio Martínez Heredia, usted es Tyler Gray. O esto es una broma de muy mal gusto o es usted un impostor.

Abundio palideció y la sala quedó muda. A  punto estaba de desmayarse cuando alguien, de pronto, gritó desde algún lugar de la sala mientras se iba acercando al escenario.

-¡Abundio Martínez Heredia soy yo y puedo demostrarlo! -Abundio I puso una mano sudorosa sobre su frente a modo de visera, los focos no le permitían ver a quien ya sabía que vería. Había conocido su voz.

El hombre se acercó al notario y le entregó la documentación. El notario, confirmó su identidad. Los presentes se olvidaron de Abundio I y comenzaron a aplaudir al reciente vencedor con tanto furor que el teatro parecía querer venirse abajo, incapaz de soportar el ruido atronador que produjo el gentío.

Abundio II, antes de recoger su cheque bajo una gran ovación, acercó sus labios al oido de Abundio I y con una mirada que rezumaba desprecio le susurró:

-Primo...eres más tonto que Abundio.


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