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miércoles, 14 de diciembre de 2016



SIN PERDON

Waldo Guzmán cerró el cajón y volvió a colgar la cadenita con la llave en su cuello. Sabía que la próxima vez que lo abriera, todo habría terminado. Oyó los golpes secos en la puerta, estiró las mangas de su chaqueta, se situó mirando hacia la ventana y le hizo pasar.
-Siéntese. ¿Lo ha traído?
-Sí, señor. Aquí la tiene.
-Déjela sobre la mesa.¿Le ha seguido alguien?
-No. Aunque eso nunca puede asegurarse del todo, pero he tomado precauciones-. Sus ojos achinados rastrearon curiosos el ostentoso salón, haciéndole añorar la vulgar salita de su casa, donde podía estirar los pies sobre la mesa y ver la tele mientras saboreaba una cerveza fría tras una dura jornada de trabajo.  Convencido a pies juntillas de su buena suerte, acabó su exploración visual al chocar su mirada en la ancha espalda de Waldo Guzmán, que mantenía su corpulenta presencia pegada a la ventana. Se percató entonces de que ni siquiera le había mirado al entrar, sino que permaneció absorto más allá de la altura de los rascacielos, gigantes impasibles que parecían fijar en él sus múltiples ojos.


domingo, 4 de diciembre de 2016





LA RESACA

La promesa que les hizo a sus mellizos de llevarles a la playa, pesó más que la terrible resaca que padecía desde que despertó. Con un café bien cargado como único alimento, pues todo parecía revolverle las tripas,  encontró un hueco en la atestada arena y, una vez que preparó los cubos y las palas para sus niños, se acomodó lo mejor que pudo en la hamaca, ocultando sus hinchados ojos bajo unas gigantescas gafas de sol.
Los pequeños hacían castillos de arena yendo y viniendo desde la orilla trayendo agua en sus cubos mientras su madre hacía verdaderos esfuerzos para no sucumbir al sueño. Abría y cerraba los ojos vigilando los movimientos de Sofía y Lucas, evitando perderles de vista ni un segundo.

viernes, 2 de diciembre de 2016

UN ADIOS CON SABOR A MENTA



          Aquella Navidad los Reyes me trajeron una Nancy de largas pestañas y una lección que no figuraba en mis cuentos:  comprendí  qué era la muerte porque pude verla con mis propios ojos. Mi abuela Matilde me dijo que el bisabuelo Juan, ya centenario, había muerto. Yo apenas recordaba al bisabuelo, o más bien puede que haya olvidado muchas cosas, pero sí tenía la imagen fija en mi retina de un hombre de considerable altura, de rostro afilado y manos largas y huesudas que volaban hasta su bolsillo para aparecer repletas de la más curiosa colección de objetos inservibles; gomas elásticas, un mechero viejo al que le faltaban piezas, un pañuelo de tela arrugado que mi tía bordó con sus iniciales,  algún mendrugo de pan seco y, entre tan variopinto surtido, unos pocos caramelos de menta que me ofrecía y que yo solícitamente recogía sin rechistar, aún a sabiendas de que no iba a comérmelos porque eran muy fuertes y picaban en la boca.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

POLVO ERES




El día en que Francisca se casó, sus padres se sintieron felices y aliviados. Lo cierto es que, por mucho que fuera su hija, ya no podían soportarla ni un minuto más. Francisca era una adicta a la limpieza y el matrimonio no solucionó su obsesión.  A veces se despertaba en mitad de la noche incapaz de conciliar el sueño al pensar en la cantidad de motas de polvo que minuto a minuto estarían posándose en los muebles sin que ella pudiera evitarlo. Tenía un ejército de escobas a su servicio, un armario lleno de bayetas de  grosores y texturas variadas, un arsenal de productos jabonosos aptos para cualquier superficie; mopas, fregonas y cubos ocupaban la galería de la cocina y sin embargo, nunca se sentía satisfecha con los resultados. A su recién estrenado marido no parecían preocuparle en exceso las rarezas de Francisca hasta que ella empezó a esperarle a la salida del baño cada vez que él hacía uso del mismo. 
MISION IMPOSIBLE



Corríamos como centellas pero ya nos pisaban los talones. Nos descubrieron por el crujido de una rama bajo el pie de Mateo, justo cuando estábamos a punto de darles caza. Ellos estaban sentados, eran seis, bebiendo de sus cantimploras un trago de agua que a nosotros, menos previsores, nos hubiera sabido a gloria. Llevábamos toda la mañana detrás de ellos, escondiéndonos tras los árboles o las rocas, espiando sus movimientos. Hablábamos en susurros o lo intentábamos, porque Pedro siempre ha tenido la lengua muy suelta y la risa floja, así que más de una vez tuvimos que darle una colleja para que se callara o toda la operación se vendría abajo.