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miércoles, 14 de diciembre de 2016



SIN PERDON

Waldo Guzmán cerró el cajón y volvió a colgar la cadenita con la llave en su cuello. Sabía que la próxima vez que lo abriera, todo habría terminado. Oyó los golpes secos en la puerta, estiró las mangas de su chaqueta, se situó mirando hacia la ventana y le hizo pasar.
-Siéntese. ¿Lo ha traído?
-Sí, señor. Aquí la tiene.
-Déjela sobre la mesa.¿Le ha seguido alguien?
-No. Aunque eso nunca puede asegurarse del todo, pero he tomado precauciones-. Sus ojos achinados rastrearon curiosos el ostentoso salón, haciéndole añorar la vulgar salita de su casa, donde podía estirar los pies sobre la mesa y ver la tele mientras saboreaba una cerveza fría tras una dura jornada de trabajo.  Convencido a pies juntillas de su buena suerte, acabó su exploración visual al chocar su mirada en la ancha espalda de Waldo Guzmán, que mantenía su corpulenta presencia pegada a la ventana. Se percató entonces de que ni siquiera le había mirado al entrar, sino que permaneció absorto más allá de la altura de los rascacielos, gigantes impasibles que parecían fijar en él sus múltiples ojos.



Una rama crepitó en la chimenea siendo ahogado su quejido por unas llamas anaranjadas que se avivaron al engullirla con voracidad.
-¿Dijo algo?
-Difícil hacerlo con un calcetín en la boca-.Contestó sin poder evitar una sonora carcajada-. Fue bastante divertido en realidad, surrealista, diría yo. En otros tiempos hubiera utilizado un pañuelo para amordazarle, pero ¿quién usa pañuelos de tela hoy en día? Así que cogí lo único que tenía al salir del hotel: uno de mis calcetines, lógicamente usado, apenas uno trae la muda de un día para este tipo de trabajos. Hay que ir ligero de equipaje.
-Cierto. Los tiempos lo cambian todo. También yo hacía las cosas de otra manera. No tenía que recurrir a extraños para saldar mis cuentas...-Las palabras se descolgaban de su boca con pesadumbre, al igual que sus hombros hasta entonces rectos como el marco de un cuadro,  ahora apenas dos líneas sin dueño y sin sentido.
-¿De qué color era el calcetín?-Preguntó Waldo con voz casi inaudible.
-Pues...azul. Azul marino, sí. Recuerdo que al hacer el equipaje dudé entre el azul y el negro. Me decanté por el azul porque mi mujer odia el negro. Está perdiendo vista ¿sabe?, dice que al sacarlos de la lavadora nunca encuentra la pareja. ¿No es curioso? Entran dos calcetines y siempre le sale uno...¿dónde coño está el otro?
-Azul marino-.Gambino no pudo ver su expresión, súbitamente alentada, aunque sí percibió un leve movimiento de su cabeza-.¿Lo vio él?
-¿A qué se refiere?
-Al calcetín.¿Lo vio?¿Le dijo después mi nombre, tal y como acordamos?
-Desde luego que sí. En cuanto al calcetín...de hecho fue lo último que vio. No le quitaba ojo, se lo aseguro-.Gambino reía, satisfecho-, seguidamente le puse un saco en la cabeza y lo até a su cuello. Sí, lo vio. ¿Porqué es tan importante para usted si vio o no el calcetín?
-Usted no lo entendería, es como un "atrezzo" en una función. Lo importante es que el asesino supo por quién moría. Y eso hace que me sienta mejor.
-También yo soy un asesino. Incluso usted, y no quiero ofenderle, lo es-.Contestó Gambino con cierto temor. Tal vez estaba yendo demasiado lejos.
-¡Jamás he matado a un niño!-dijo Waldo alzando la voz, colérico-. ¿Acaso lo ha hecho usted?
-¡Dios me libre! Tengo dos hijos ¿sabe? Soy un ejecutor, un justiciero, un profesional. Hay cosas que no tienen perdón-.Contestó Gambino-.Nunca le haría daño a una criatura inocente.
-Lo sé. Me informé bien antes de contratarle-.Un avión cruzó el cielo y su vuelo era tan bajo que los cristales retumbaron en los dedos de Waldo Guzmán. Los círculos invisibles que dibujaba en el cristal quedaron inacabados al meterse las manos en los bolsillos.
-Bien, no es conveniente que sepa más.Coja el maletín y váyase. Puede comprobar que está todo.
Gambino miró a su alrededor y vio el maletín. Lo puso sobre sus rodillas y lo abrió con cuidado, intentando no hacer mucho ruido. Tocó los fajos de billetes y levantó algunos para ver los de debajo. Calculó mentalmente y volvió a cerrarlo. Waldo Guzmán seguía en pie, inamobible sobre una alfombra persa, ofreciendo todavía el ancho de su espalda a Gambino que ya empezaba a levantarse de su asiento.
-Bien, señor. Ha sido un placer, si alguna vez requiere de mis servicios ya sabe dónde encontrarme.
-Sí...sí. Gracias, ahora le ruego que me deje solo.
Gambino cogió el maletín y se dirigió hacia la puerta, tenía prisa por volver a casa.
En cuanto la puerta se cerró, Waldo Guzmán se dio la vuelta y miró la caja que Gambino había dejado sobre la mesa de caoba que presidía el salón. En forma de cubo y del tamaño de una enorme sandía, venía cruzada por un cordel que Waldo Guzmán se dispuso a desatar con lentitud. Un pesado silencio se apoderó de la estancia pero él sólo sentía el bullicio interior que  sacudía sus pensamientos con la impertinencia insensata de los borrachos, y era ese murmullo interior el que le instaba a desatar el cordel y abrir la caja. La cuerda cayó a la mesa quedando serpenteante sobre la madera como una culebrilla muerta. Waldo secó sus manos sudadas en la pernera del pantalón y se dispuso a abrir las solapas de la caja. El sol del atardecer se colaba, audaz, por el amplio ventanal; iluminando como un foco el contenido de la caja. Waldo agarró con sus dedos a modo de anzuelo los escasos mechones  y la levantó en el aire. La miró con repugnancia, autocastigándose, alargando unos minutos más su contemplación para retenerla en su memoria. Un pendiente diminuto que brillaba en su oreja lanzó destellos luminosos sobre los cristales de la lámpara de araña y Waldo furioso, lo arrancó del lóbulo y lo depositó con delicadeza sobre la mesa.
Waldo llevó en volandas la pieza hasta la chimenea y la arrojó a ella. El fuego se animó, compulsivo, y un olor a carne quemada inundó el despacho. Cogió las tenazas impregnadas de ceniza que descansaban en un soporte y le dio la vuelta sobre las ascuas como si fuera una chuleta. Se quedó mirando el fuego, sentado en un amplio butacón de cuero con un vaso de vodka entre las manos, atrapado por el magnetismo y la belleza de las llamas sin apreciar apenas el olor que emanaba de las brasas. Apuró la copa, la noche caía sobre la ciudad que derramaba sus luces en edificios y calles, se levantó cansado y más viejo; o eso al menos le parecía. Abrió un cajón de su mesa de caoba con la llavecita de oro que le colgaba del cuello. Del cajón extrajo la pareja del diminuto pendiente que acababa de arrancar, un pequeño calcetín azul marino con un osito bordado en un extremo y el dibujo de una manita pintada de rosa, enmarcada en plástico. La acarició suavemente y dándole la vuelta con sus dedos temblorosos, se encontró de nuevo con aquellos trazos infantiles, aquellas primeras letras de colores que su niña hizo para él en el colegio aquel amargo día que no fue a buscarla. Las leyó de nuevo. Cuatro palabras que hoy, después de diez años, sonaban por fin  a redención:  "Mi papá me cuida".

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