Páginas

Vistas de página en total

sábado, 25 de marzo de 2017


DE CACOS Y CACAS


Puede que todo haya sido fruto de mi resentimiento, de un rencor insano que me condujo a la frustración, a pensar que tenía que hacer algo con mi vida y ellos solo fueron la excusa. El caso es que mentí, no fue premeditado, pero mentí. Hoy me alegro de haberlo hecho, de haberme aliado con mi parte canalla; a la postre fue más fecundo que la abnegada docilidad de la que ellos, con un egoísmo ilimitado, se saciaban.  En realidad diríase que, como en el cuento, alguien se tomó la molestia de desperdigar unas migas por mi camino para que yo las fuera siguiendo y así lo hice. Cuando encontré la última miguita, mi jefe dejó de ser mi jefe y yo me convertí, por fin, en una mujer a quien todos respetaban.

Yo llevaba quince años trabajando en su empresa como secretaria comercial, es decir, como chica para todo. Atendía mis labores con tanta eficacia que en muy poco tiempo crecieron mis cometidos sin obtener a cambio ningún beneficio añadido, salvo algunos gestos amables de evidente paternalismo que aparentaban compensar mi esfuerzo con la misma validez que lo hubiera hecho un aumento cuantitativo de sueldo.


Mis compañeros, por el contrario, cada día se lucraban más; yo me ocupaba sin pretenderlo de que así fuera gracias a un  engañoso orgullo que me obligaba a demostrar continuamente mi valía. Ellos, ladinos como zorros hambrientos, aprendieron a aprovecharse de mi estúpido amor propio, olvidándose de pagar el precio correspondiente por tan infundado altruismo. Tenía yo claras dotes para la diplomacia empresarial, pues los clientes a los que desatendían acababan encantados tras tratar conmigo, con lo cual mis compañeros salvaban sus comisiones y a mí me llovían en desagravio unos vastos pellizcos que estampaban en mis mejillas, un gesto surrealista y prepotente que solo conseguía provocarme vergüenza. No hay que pensar mucho para darse cuenta de que ellos eran hombres y yo, la única fémina que aguantaba sus bravuconadas.


Lo peor de todo, no obstante, eran las cenas de empresa. Imagínense una velada de quince tíos (incluido el jefe) en la que yo soy la única mujer sentada a la mesa. Podría decirse que sobran las palabras pero la verdad es, que ahora que soy yo la que les consigno algún pellizco de vez en cuando, tengo la perentoria necesidad de explayarme. La parte más odiosa de estas reuniones llegaba con las copas, que siempre iban de la mano de unos chistes a los que yo nunca les encontraba la gracia. Hace un año ya de la última cena, aquella en la que la más bravucona de todos fui yo. La historia empezó por una absurda apuesta surgida durante una conversación en la que mis compañeros bromeaban jocosamente sobre dos clientas mellizas cuyo único parecido residía en los apellidos, pues mientras una atraía por su innegable voluptuosidad las encendidas miradas masculinas, la otra era como la cruz de la moneda; le había caído en suerte la parte menos cotizada en el reparto genético: el cerebro. Tanto es así que siempre iban juntas, ya que ni cuerpo ni cerebro pueden subsistir el uno sin el otro.