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miércoles, 7 de junio de 2017

EL HIJO DEL HOMBRE MAS BELLO DEL MUNDO


El día en el que Mauro vino al mundo la primavera estalló en su jardín, mordaz y repentina, desdeñando a un gélido invierno que se obstinaba en permanecer visible dentro de la casa. Su padre, Franco Vatialino, más conocido como "El hombre más bello del mundo", encañonaba con sus lacerantes ojos azules el rostro atormentado de su esposa, que recostada en la cama con mullidas almohadas a la espalda, no acertaba a comprender el arisco comportamiento de su marido, ni esa mirada llena de ira que la había hecho temblar bajo la colcha.
Ella había soñado con ese momento en el que Franco, orgulloso, cogiera emocionado a su hijo entre sus brazos, la besara con ferviente devoción y le diera las gracias por concederle la dicha de ser padre. Sin embargo, se había limitado a mirar al pequeño con una mueca más cercana al desagrado que a la satisfacción, para desaparecer después del dormitorio sin decir ni una sola palabra. Cuando la puerta volvió a abrirse, Elena no pudo contener su estupor al ver que la niñera, en silencio y con el rostro enrojecido, retiraba la cuna del recién nacido adornada de hermosos encajes y lazos azules, para acomodarla en una habitación contigua lejos de su mirada, a años luz de sus maternales caricias.

De nada le sirvió llorar rota de angustia o llamar a gritos a su marido, no hubo nadie que acudiera a consolarla y al final, la venció el cansancio y se quedó dormida. La tarde pasó y llegó la noche.  Aún dormía cuando una luz surgió de la oscuridad a través de la puerta y la sombra imponente de su esposo encendía la lamparita de la mesilla para alejarse de nuevo hacia la ventana y darle la espalda; los hombros tensos, los puños apretados, la mirada fija en la negrura del crepúsculo.  Así lo vio ella al despertar, confusa y dolorida, se palpó el vientre vacío y se incorporó como pudo, pues era tal su debilidad que apenas tenía fuerzas para moverse.


-Tu hijo es feo, Elena -le oyó decir como en sueños-, más que feo es repugnante, un pedazo de carne con ojos, un espantajo deforme que no debiera haber visto nunca la luz. No es posible que sea hijo mío y, si lo es, a partir de hoy mismo deja de serlo. No permitiré que nadie lo vea, esa criatura grotesca no manchará mi reputación, la reputación del hombre más bello del mundo.

Elena, que hasta entonces se había mantenido sumisa, sintió cómo una especie de fuego interior recorría su cuerpo maltrecho. Buscó el valor en el tacto de su vientre desierto, en la herida abierta que aún sangraba, en las sábanas blancas a las que se aferraba. Se vio sorprendida por su propia voz, escupiendo palabras que salían a borbotones de su boca como si las hubiera tenido encerradas en un cuarto oscuro.

- ¡Maldito seas, Franco! ¡Y maldita sea tu cara de Adán de pacotilla! Eres un puto narcisista engreído, un majadero que se pasa el día mirándose al espejo. ¡Un frívolo! Pero ese trono del que tanto presumes se hundirá un día que ya no está tan lejano, tu cara la surcarán profundas arrugas y seré testigo de cómo tu pelo caerá de tu cabeza para aparecer en sitios menos atractivos. Buscarán asilo en tus orejas y en tu nariz, harán camino en tu entrecejo y tus ojos azules perderán su brío y estarán turbios y llorosos como velas derretidas. Moquearás como cualquier hijo de vecino y tus pasos se harán más lentos y tu espalda más arqueada. Y yo, Franco, estaré a tu lado para verlo y me acordaré de este día. Este día en el que reniegas de tu hijo y me apuñalas con una mentira, porque ese hijo que apartas de mi lado es tan mío como tuyo. Llegará la hora en que te arrepientas de tus palabras y desearás poder volver a este momento y cambiarlo todo. Pero no podrás, Franco, porque ya será demasiado tarde.

A Elena se le secó la garganta al instante cuando el tenso silencio que se impuso se vio roto por una especie de aullido que emergía de la habitación del bebé, siendo el sonido tan aberrante que la niñera salió espantada del cuarto mientras gritaba que ese niño estaba maldito, que en su vida había visto nada igual y que prefería morirse de hambre a estar obligada a contemplar ni un minuto más un rostro tan descompuesto como el que acababa de nacer en esa casa.

El salvaje alarido aterrorizó tanto a Elena que, olvidando el delicado estado en el que se encontraba, saltó de la cama para refugiarse en el pecho vigoroso de su marido y era tal la agitación de su cuerpo que Franco, conmovido, la arropó entre sus brazos mientras le acariciaba el cabello con ternura. Ella, que había llegado a creer que nunca volvería a sentir el calor de su abrazo, anheló revivir las noches delirantes a su lado y se negó a renunciar por una pesadilla, a la vida que ese niño anónimo le arrancaba. De pronto, tuvo miedo a perderlo. Le gustaba su vida ostentosa, la fama, la admiración que suscitaban en los restaurantes o en las salas de fiesta.  Los gritos horribles se recrudecieron y ella volvió a temblar aferrándose, más fuerte, a su esposo.

-Déjame verlo, Franco, déjame verlo. -Le rogó Elena enjugándose las lágrimas.

Lo que vio la dejó sin palabras. El niño era tan repulsivo que por mucho que lo intentó no logró encontrar en él algo que le hiciera amarlo, o tan siquiera compadecerlo. Germinó en ella una mirada pétrea y un corazón helado. Sin alcanzar a comprender cómo aquel engendro había salido de su vientre,  no sintió ni el menor remordimiento cuando, dejando de nuevo al niño en la cuna, le dijo a Franco:

-Tienes razón, Franco. Es un monstruo. Tendremos que pensar en algo.

 La primavera siguió su curso y a ésta se le sumaron otras tantas,  hasta que las flores de los manzanos fueron sustituidos por una casita a la que nada parecía faltarle, en la que pasaba  sus días y sus noches, encerrado, Mauro Vatialino. El hijo del hombre más bello del mundo.
Sus padres decidieron ignorar que existía.  Le alojaron en la casita que construyeron para él, en la parte de atrás de su jardín, al cuidado de personal muy bien gratificado que no se cuestionaba la ausencia de piedad que sufría el pequeño. Ellos no hacían preguntas. Parecía que a la vista de los contados seres que pasaban por su vida,  su desgracia fuera consecuencia directa de su inhumana apariencia y que esa circunstancia justificaba por sí sola el trato que el pobre infeliz recibía. Eso, y la fortuna que les pagaban por tener la boca bien cerrada.  Mauro vivía pues, recluido igual que un preso, rodeado de lujos pero aislado del mundo.  Nunca veía a sus padres, ni a nadie con quien pudiera compartir un mínimo de afecto. El no había conocido otra vida, así que no había nada que echara de menos. Nada excepto un espejo. Nunca se había mirado a un espejo.

Los años pasaron y Mauro, como todos los niños, fue creciendo. Hizo de la lectura, su compañía, y aprendió por sí mismo mucho más que cualquier joven de su edad. Era muy inteligente y el estar tanto tiempo solo entre las paredes de su casa le incitó a saciar su curiosidad desbordada hacia el mundo que no conocía, descubriendo sus secretos a través de Internet. Como todos los caprichos le eran concedidos, a fin de redimir de algún modo la conciencia de sus padres; hizo que le instalaran los sistemas más sofisticados que existían, adaptando en su escondite las nuevas tecnologías que iban apareciendo en el mercado. Se adentró en el mundo de las finanzas con tanto éxito que en poco tiempo se convirtió en un magnate, en un Midas poderoso al que le sobraba el dinero y le faltaba la ocasión de gastarlo. Seguía siendo un hombre de apariencia inhumana pero inmensamente rico.
Durante un tiempo encontró un alivio placentero en amasar una ingente fortuna relegando su desdicha a un segundo plano, pero él sabía que eso no era suficiente. Un día llegó el invierno, inesperado y rotundo, como lo hizo aquella primavera de sus primeras horas de vida. Los ocres, marrones y rojizos desaparecieron resignados bajo una blanca losa de nieve. Sin saber el motivo, Mauro tuvo unas irrefrenables ganas de respirar aire puro. Salió de la pequeña casita construida para él y se dirigió hacia la casa grande donde sabía que ya no había nadie.  Atravesó el amplio porche delantero con sus columnas envueltas de yedra y fue caminando bajo la amenaza de una nevada inminente hacia la piscina en la que nunca se había bañado. Cuando llegó hasta ella, se agachó de forma que acabó de rodillas en el bordillo y despejó con su mano las hojas que emulaban a los nenúfares deslizándose sobre el agua al compás de los caprichos del viento. Una vez despejada de impurezas, Mauro contempló su reflejo en el agua.  Al verse a sí mismo, tal y como era,  quedó tan espantado al descubrir la despiadada realidad que estuvo a punto de caer sobre su propia imagen. Esa noche no durmió.  En la oscuridad de su cuarto sintió angustiado el mordisco de un pavor desconocido,  pues entre las sombras se le  aparecía su rostro distorsionado en el agua, fantasmagórico,  una y otra vez. Era un alma torturada por un físico maldito y una atronadora soledad.

Pasados unos días, un anuncio en Internet le infundió esperanza y se animó a probar algo diferente.  Un eminente doctor en cirujía estética aseguraba que era capaz de conseguir mediante una revolucionaria técnica en 3D que cualquier persona podría cambiar sus facciones hasta convertirse en quien siempre hubiera querido ser. Mauro reflexionó mucho sobre ello pero cuando lo tuvo claro, no titubeó ni un segundo y se puso en manos del afamado cirujano.
Le facilitó una fotografía de su nueva identidad y tras pagarle una desorbitada cantidad de dinero, se sometió con pasmosa tranquilidad a la operación de cambio facial. Ya nada sería lo mismo, ni siquiera él, pero: ¿qué podía perder?




Tres meses después un joven atraía las miradas de unas esculturales turistas alojadas en un lujoso hotel de Santo Domingo. Mauro, ataviado con unas bermudas floreadas y unas chanclas, se dirigía hacia la piscina con la intención de pasar la mañana tumbado en una hamaca bajo una blanca sombrilla, mecido por la húmeda brisa y dejando pasar los minutos sin pensar en nada.  Una vez en la tumbona, se le acercó un camarero y le ofreció un refrescante mojito: "¿Ha llegado hoy, señor?" "Sí, acabo de aterrizar por aquí", contestó Mauro. "Espero que disfrute de su estancia, señor", y guiñándole un ojo miró a las monumentales chicas que tomaban el sol despreocupadas y le facilitó el periódico del día. Mauro bebió un sorbo y desdobló el periódico. No tuvo que buscar mucho. En primera plana podía leerse: " En el día de ayer fue detenido y puesto a disposición judicial Franco Vatialino, quien años atrás llegó a ser "El hombre más bello del mundo", acusado del asesinato de su esposa Elena Sforza . Aunque el señor Vatialino niega los hechos, varios testigos reconocieron haber visto al inconfundible personaje dar muerte a su mujer, asestándole varias puñaladas en plena calle y huyendo en un coche negro..."

Mauro cerró el periódico, apuró de un trago su bebida y sonrió seductor a una rubia despampanante que se acercaba hacia él exhibiendo con prometedora sensualidad el contorno bronceado de sus interminables piernas.  Satisfecho, cogió sus Ray-Ban y contempló embelesado su semblante en los cristales. Las gafas le mostraron el rostro desafiante y orgulloso del hombre más bello del mundo.

Llamó al camarero y pidió otra copa para la rubia. Sabía que esa noche no estaría solo.







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