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jueves, 27 de abril de 2017

EXTRAÑOS EN EL PUENTE



La noche caía a plomo sobre mi espalda. Desde el puente en el que me encontraba, el paisaje debía ser para quien pudiera percibirlo, un hallazgo emocionante. Me llegaba el sonido del río, reptando obstinado bajo mis pies, pero la pesadumbre me impedía contemplar las luces de la ciudad que, como pompas eléctricas, se reflejaban en la opacidad de sus aguas. Simulaban gigantescas luciérnagas estáticas, blancas y naranjas; flores refulgentes en un inmenso campo de negrura. No le oí llegar, tampoco le vi a mi lado hasta que su voz emergió de las sombras y me habló.


-No es una buena noche para hacerlo.  -Sus palabras parecían surgir del fondo de una gruta. No reaccioné, quedé paralizado por su repentina aparición durante unos segundos hasta que logré sobreponerme y, haciendo alarde de una entereza que no sentía, le contesté.

-Déjeme en paz. Lo último que me apetece es tragarme un sermón.

-Ni a mí dárselo, se lo aseguro, pero me veo en la obligación de aconsejarle que elija otro día, éste no es el más propicio.

Una bicicleta flotaba en el agua. Mis ojos siguieron su lento recorrido hasta que quedó enganchada de unas ramas que languidecían en la orilla. Una de las ruedas seguía girando por efecto de la corriente creando un remolino de hojarascas a su alrededor. El hombre a mi lado también la observaba con aire taciturno.

-El más propicio... ¿para qué?¿quién es usted? -Pregunté al fin, molesto e intrigado al mismo tiempo.

-Quien sea yo es lo de menos, pero créame si le digo que ha elegido el peor día para suicidarse. Lo sé por experiencia. -Respondió absorto en la bicicleta mientras me hablaba. Era lógico pensar que un hombre al borde de un puente, en una noche fría e iluminada por una luna enrojecida y sin un perro al que pasear, pudiera ser un alma atormentada decidida a acabar con su desdicha. Era cierto, pero me incomodó ver desnudos mis pensamientos ante un extraño, así que me vi obligado a negar lo obvio.
 
-¿Quién le dice a usted que quiero suicidarme? Puede que haya venido hasta aquí para admirar el paisaje...

-Ya le he dicho que lo sé por experiencia. Usted en este momento no ve más allá de sus zapatos. La desesperación y el miedo le atenazan tanto que no es capaz de levantar la cabeza. Sólo puede mirar hacia abajo, hacia ese pozo espumoso que parece llamarle a gritos. Pero dígame una cosa: ¿Porqué? ¿Qué endemoniada situación le ha traído hasta este puente?

-Lo de todo el mundo, supongo. Estoy arruinado, no tengo el valor de decírselo a mi mujer, metí la pata hasta el fondo. -Confesé abatido. Ya me daba lo mismo.

-Lo de todo el mundo no. Mi caso es muy distinto. - Musitó con la cabeza entre las manos. Su voz me llegaba tan pálida que tuve que hacer un esfuerzo para seguir escuchándolo. Permanecí en silencio. No sé porqué pero había algo en ese hombre que daba lástima; puede que fuera su tono resignado y apático o esa silueta exenta de ánimo que percibí en él; los hombros cansados, las manos cubriéndole la frente, los ojos escondidos tras unos dedos magullados. Pasado un silencio, mi extraño acompañante continuó su historia.

-Aquél día salí del despacho eufórico porque había cerrado un contrato muy importante y tenía ganas de celebrarlo, así que le mandé un mensaje al móvil. Me tomé un par de copas en un bar y esperé respuesta. Pero no llegó.  -Apartó las manos de su cara y sin mirarlo, adiviné su desaliento y una especie de agonía interior que lo arrastraba, que lo quebraba con la sutileza de un veneno. Quise animarlo a que siguiera, aunque no estaba seguro de que el final fuera a gustarme.



-¿A quién le envió el mensaje? -pregunté.

-A ella, a Malena.

-¿Su esposa? -Insistí.

-No. Malena era una obsesión.  Llevaba tiempo intentando tener una aventura con ella, me tenía tan loco que ya no podía pensar en otra cosa. Pero siempre me daba largas, siempre... hasta ese día.

-Contestó entonces a su mensaje...

-Sí, lo hizo. Después de tomar unas copas y esperar la respuesta que no llegaba, decidí volver a casa. El día había sido muy largo y me sentía enojado y decepcionado, así que monté en mi coche y cogí el camino de regreso. A los diez minutos de estar conduciendo me sonó el wasap. Normalmente no hago caso mientras conduzco pero, como le decía, estaba ansioso por saber si era ella; así que, nervioso, miré mi móvil. Era Malena. Me citaba en su casa a las ocho y ya había puesto a enfríar una botella de champán para celebrarlo.  La perspectiva de pasar una noche con ella hizo que olvidara mi enojo y me pusiera a aullar más excitado que un adolescente en su primera cita. Después pensé en la excusa que le daría a mi mujer: "Rebeca, cariño, me ha surgido una reunión fuera de la ciudad muy importante. De ella depende que firmemos el contrato del que te hablé, como iremos a cenar y seguro que cae alguna copa prefiero no conducir, así que me quedaré a dormir allí, no me esperes esta noche. ¡Ah! y...¡deséame suerte!". De modo que, con la coartada bien estructurada en mi cabeza, cogí el móvil para marcar su número y de pronto, todo se precipitó en un instante. Mi coche chocó contra algo, yo no estaba mirando, mis manos sostenían el móvil que seguía marcando su número. Frené en seco y bajé del coche, "algún animal", pensé. Cuando las vi en el asfalto, ensangrentadas e inmóviles, no me lo podía creer. La bicicleta rosa estaba partida por la mitad y la rueda delantera giraba y giraba...me acerqué a ellas espantado y entonces lo oí.

-¿Qué oyó? -Admito que estaba consternado pero llegados a ese punto necesitaba saberlo todo.

-Su móvil. Su móvil seguía sonando porque... yo aún la estaba llamando.

-¡Santo Dios, era su esposa! Pero...usted ha dicho "las vi", ¿quién más estaba allí?

-Mi hija. La bicicleta rosa era de mi hija. -Lo dijo entre sollozos, mortificado por un dolor que parecía reventarle en pedazos, por un remordimiento que le nacía de las tripas. Retorcía sus manos sin misericordia, formando nudos con sus dedos como si quisiera aplastar con ellos cualquier resquicio de culpa.

-Es terrible, amigo mío...terrible. -Dije con una sinceridad poco oportuna.

-Me acerqué a ellas, aún vivían pero mi esperanza fue breve. Sus ojos mirándome asombrados me persiguen donde quiera que vaya. Lo peor de todo no tardó en llegar. Primero fue la negación, la incredulidad; cuando asimilé la pérdida llegó la culpa, un remordimiento lacerante que te hace morir poco a poco. Después, la soledad. No hay nada peor que ser consciente de que estás solo, de que quienes daban sentido a tu vida nunca volverán. Era una soledad destructora que me atormentaba día y noche. Ni dormir, ni comer, apenas ya podía respirar. Un día salí de casa, estuve dando vueltas a ninguna parte hasta que llegué aquí. Esa noche me suicidé, desde este mismo puente... pero sigo sin encontrarlas, así que vuelvo a suicidarme noche tras noche buscando su perdón porque no quiero seguir sin ellas. No es usted el primero que viene aquí, tan desquiciado como yo, tan desesperado que apenas me escucha, tan ciego que es incapaz de ver las luces que la ciudad despliega para él y, créame, ahí abajo no hay nada. Éste es mi castigo, no el suyo.




Sin duda estaba loco, pensé. Es imposible suicidarse una vez y volver para contarlo, todavía más hacerlo varias veces. Pero no dije nada. De pronto me dí cuenta de que yo no debería estar ahí, aún tenía a mi mujer esperándome en casa. Tal vez ella comprendiera mi error y no me abandonara, si lo hiciera no sería capaz de soportarlo. Intenté imaginarme la escena, "no te preocupes", me diría, "sólo es dinero, ¿a quién le importa mientras sigamos juntos?", e intenté creérmela. Levanté los ojos del suelo, buscando aquellas luces de las que él me hablaba, centelleando como candiles entre la penumbra.

-Escuche -le dije-, le invito a un trago. Puede que esta noche haya encontrado un amigo, yo no soy de los que abandonan a un amigo. Podemos salir de este bache, entre los dos.

Entonces se giró hacia mí, hasta ese momento sólo lo había visto de perfil, mirando hacia el abismo. Fue cuando advertí horrorizado que le faltaba parte de su cabeza. Tenía una inmensa cavidad descarnada y ósea donde debía estar la mitad de su rostro. Una triste sonrisa se dibujó en la media cara que aún existía.

-No se engañe, amigo. Ya le dije que no era una buena noche para lanzarse al río. Hay poco caudal y las rocas acaban destrozándole a uno.

Chascó los dedos que se quejaron con un crujido y sin más, saltó al vacío.

Yo seguía sin distinguir las luces entre la penumbra, así que después me lancé yo. No quise dejarle solo.



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