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jueves, 25 de enero de 2018




EL SANTO DEL DIA



La primera vez que Abundio vio un libro tenía poco más de ocho años. Aquella madrugada, Abundio despertó sobresaltado y sin saber si todavía se encontraba dentro de algún sueño, sorprendió a su madre vestida de negro observándole inmutable desde los pies de su cama. Era tan negra su figura que el niño apenas pudo vislumbrar en la oscuridad del cuarto un par de fulgores blancos como huevos de codorniz que aparecían o desaparecían, a capricho de unos párpados que llevaban muchos días sin cerrarse del todo. Abundio pensó que todo había terminado. El luto le hizo augurar que su padre, por fin, había muerto.

sábado, 23 de septiembre de 2017


POR LA GLORIA DE MI MADRE 


El rostro compungido de Toñi permanecía pegado al cristal del velatorio. Nadie se atrevió a decirle que un rulo olvidado anidaba en su pelo,  o que un hilo blanco pendía con descaro de una flor de su negra chaqueta. Ella seguía en pie frente al ataúd, ajena al ir y venir del gentío que presentaba sus condolencias.

jueves, 31 de agosto de 2017


NIEVE DE AGOSTO


El primer copo de nieve cayó, silencioso, sobre un adoquín de la plaza mayor. Tan solo la aguda vista de don Germán, alcalde de Puertoazul, se percató del extraño fenómeno del que estaba siendo testigo en pleno mes de Agosto. El desconcierto condujo sus ojos hacia la blanca bola que no tardó en desaparecer bajo un pequeño charco de agua. ¿Será cierto que esos nubarrones no traían nada bueno? Recordaba a Jonás, el carnicero, que entre corte y corte de filetes de magras le había advertido por la mañana del cambio de tiempo: "Mal han hecho hoy en salir las barcas, habrán de volver temprano porque este cielo no augura nada bueno". Todo el mundo se rió, en su vida habían visto un sol tan deslumbrante.  El segundo copo, más pesado, fue a chocar sobre el tejadillo del " Café Gervasio" de donde don Germán acababa de salir tras tomarse un pacharán con hielo: "¡Qué, don Germán! ¿Otra vez nos hemos puesto ciegos de cocido? Ande, ande...sírvase otro, que a éste invita la casa...". En un instante, mientras todavía saboreaba el licor dulzón en su paladar, emitió una maldición al observar cómo la plaza entera se hacía invisible tras un blanco velo de nieve y advirtió, perplejo, la aparición repentina de una invasión de proyectiles blancos, que tan pronto parecían ser arrojados con la ira implacable de un dios vengativo, como surgían de distintas direcciones simulando escupitajos pétreos lanzados por una horda invisible de enemigos febriles. Unas ráfagas de viento huracanado propulsaban las heladas pelotas que, al igual que balas de cañón, chocaban contra los frágiles cristales de las ventanas haciéndolas añicos y abrían boquetes en las paredes de las casas como si fueran barrenas furiosas, dejando a la vista de cualquiera el interior de los hogares que hasta entonces protegían los tabiques. Así pudo ver por breves segundos a Ramón, el maestro, recogiendo del suelo a sus mellizos y subirlos a sus brazos para buscar refugio, se solazó avergonzado al encontrar a Constanza, viuda como él, cubriendo entre temblores su hermoso torso desnudo ante el espejo, pero fue tan efímero el rafagazo que apenas le dio tiempo a contemplar sus insinuantes pechos, envueltos al fin por una bata de vivos colores. La sedosa tela desapareció tras una puerta que el viento cerró,  y al alcalde, en un ensueño fugaz, le semejó el batir de alas de una mariposa huyendo aterrorizada de un pájaro hambriento.

domingo, 16 de julio de 2017

LA NOCHE PERPETUA


Cuando murió su madre, Catalina aspiró hondo en un intento de tragarse su alma. Acarició la nube gris de sus cabellos y la retuvo en sus dedos por un instante. Sabía  que sería la última vez que tocara esa frágil melena similar a una madeja de algodón. Se puso en pie y buscó en el armario metálico su abrigo y su bolso. Un sonido seco la asustó al romper el silencio de la habitación. El bastón había caido al suelo, sobre su pie. Lo cogió y apretándolo con fuerza, se marchó. Al llegar a casa le sorprendió el sonido  del reloj de carrillón anunciando la hora, contó doce "gong" mientras con un cansancio infinito se quitaba los zapatos dejándose caer como un fardo sobre el sofá hasta que se quedó dormida.

domingo, 2 de julio de 2017

PREJUICIOS

LA SUEGRA



Se retrasan. Lo que yo digo, una desastrada. Seguro que se pasa el arroz. ¿Le llamo? No, mejor no. Que vengan si quieren.  Dominicana.  Igual es negra y todo. Este hijo mío es idiota. Tenía que haberse casado con la Gloria, que es de aquí y hasta tiene negocio. Una mercería ya está bien.  Allí te venden de todo. Hasta ropa si quieres.  Y es un negocio decente.  Espero que no la vean en el pueblo.  Luego a hablar.  Sobre todo la Miguela, la alcahueta más grande y más embustera que ha pisado este pueblo. ¡Ay, Señor!¡En qué estaría pensando este imbécil! Lo habrá engatusao de malas maneras. ¡Y cinco años mayor que él! Una vieja, vamos.  Con la de chicas que hay por el mundo bien majas y se va a fijar el tonto éste en semejante penco.

miércoles, 14 de junio de 2017


DOS TIPOS MEDIOCRES


-Tengo una hora, lléveme lo más lejos posible.

Así conocí a Elisa, en la puerta del Hotel Madagascar, una tórrida mañana de un mes de mayo que amenazaba tormenta. Yo ni siquiera tenía que haber estado allí,  pero cuando uno viene de enterrar a su mejor amigo, con la chaqueta aún húmeda por el llanto de su viuda y el corazón encogido al descubrir sus rasgos en el rostro de los hijos,  lo que menos te importa es elegir un camino u otro. Me dejé llevar entonces por la inercia y acabé anclando en el último lugar en el que, mi amigo y yo, compartimos café y confidencias.


Pese a lo inoportuno de su demanda, no le expliqué que no estaba de servicio, no le dije que lo que menos me interesaba en ese momento era complacer los caprichos de una pija, de esas que elevan a la categoría de problema cualquier deseo insatisfecho, ni le hice saber lo poco que me afectaba esa lágrima que asomaba bajo sus ojos esquivos; sino que al verla, simulé una indiferencia que en realidad no sentía y abriendo la puerta de atrás, dejé que deslizara su falda vaporosa sobre el asiento y acomodara en él un cuerpo cincelado a conciencia, de esos que sabes le están vetados a los tipos mediocres como yo, a los tipos que nacen y mueren sin laureles, como mi amigo.


-¿A dónde quiere ir, alguna preferencia? -me oí decir como si fuera otro el que hablara.


-Ninguna. He de volver en una hora, lléveme a cualquier parte. Me es indiferente.


Su voz le hubiera sonado hueca a cualquiera, pero en mi trabajo reconstruyes las personas a partir de la voz que viaja contigo.  La suya evidenciaba una cadencia quejosa, pues una vez liberada de la opresión de su boca, sonaba como un grito que se mezclaba con el mío, de tal forma, que no supe dónde empezaba uno y acababa el otro.  Esa frágil cadena de palabras opacas y quizás también sus ademanes, aquellos que apenas eran perceptibles; una mano ajustando el cierre de un pendiente, unos labios cuya comisura dibujaba una súplica o certificaba una pena, eran en sí mismos mi reflejo, el espejo que enmarcaba el vacío irrecuperable que heredas de una ausencia y algunos recuerdos que el tiempo se encarga de hacerlos resbalar de tu memoria. Con ella se infiltraron en mi taxi las amarguras del mundo, quedando desnuda y vulnerable, igual que una amapola en mitad de un torbellino.


Decidí tomar la avenida de los álamos y hundirme en esa lengua tan gris como mi ánimo, pasando de la luz a la penumbra al aura de los árboles. Con el ungir de sus ramas sobre el capó del taxi se iba diluyendo la tristeza y aparecía de nuevo la vida, majestuosa, en esos ojos verdes anhelados como brisa de verano que emergían de mi espejo retrovisor.  Me concentré en ella y me olvidé de todo, fuera humano o divino, de mi pérdida, y aprecié el milagro de seguir ahí aunque sea mellado; en este mundo agotador que a veces crucifica, lastima, castiga, mata. Viéndola a ella, sentada tan cerca de mi cansada espalda, mirando hacia uno u otro lado como si buscara, me pregunto qué ve cuando sus ojos van a mi cogote, con ese pelo mal cortado que se eriza , que se impone al desdentado peine que oculto en la guantera.  Me pregunto que hace aquí, en este taxi que hoy no tiene rumbo, en lugar de estar siendo adorada por alguien que nunca seré yo.  Respiro hondo y su voz, de nuevo, me atraviesa.


 -¿Es eso el cementerio?- por un momento sus ojos resplandecen derramando una luz que se esparce con la ingravidez del rocío.


-Sí, lo es


-Pare, quiero entrar.


Entonces tomo la curva que dejé una hora antes y me adentro en ese bosque de cruces y flores deshojadas, y paro, y ella baja del coche y se lo lleva todo.  Se lleva sus ojos, sus manos y sus piernas, lejos de las mías. La sigo. Entra en recepción con su falda de alas. Pregunta. Algo le responden. Sale o el aire se la apropia, no sé, pero la sigo.

.
Pasillos de nichos la rodean, se detiene.  Roba una flor de una lápida y la deja en otra. El cielo se rompe, llueve. "¡Maldita sea!", exclamo mientras voy al maletero y alcanzo un paraguas tan negro como mis pensamientos. El barro se acomoda en mis zapatos, me cuesta levantar los pies del suelo, abro el paraguas que queda desplegado como un cuervo que sobrevuela mi cabeza. El viento. El viento desgajando las alas del pájaro, el viento que lo arranca de mis manos y lo veo alejarse, dando tumbos en el aire, zarandeado y humillado hasta que ya no es sino un punto de luto en el espacio. El viento, otra vez, describe un trazo tosco que arrastra, que empuja, que se ensaña frenándote los pasos y te obliga a andar como un robot pesado.  Ella, sin embargo, se asemeja a un soldado. Quieta, inalterable, desafía ese aliento de bestia que se precipita en nosotros. Empiezo a pensar que no es real, que es un personaje de Poe o una mofa de mi mente fantasiosa. 


El viento ulula y se despide, dejándonos ahí bajo una lluvia afilada; yo, dudando, voy hacia ella con miedo a que se desvanezca bajo el agua como una acuarela.


-Él lo era todo para mí -me dice.


Acaricia la piedra donde figura un nombre y yo, en un puro temblor, flaqueo. Cesa la lluvia y el olor mojado de la tierra me devuelve el rostro enamorado del hombre que enterré por la mañana. Oigo mis palabras, ahora extranjeras:  "¿Y tu esposa, y tus hijos? No hay mujer que merezca que los borres de tu vida de un plumazo".


Ella , con esos labios desolados que se irán, besa el nombre de mi amigo, aquél con quien tomaba café y cruzaba confidencias.

miércoles, 7 de junio de 2017

EL HIJO DEL HOMBRE MAS BELLO DEL MUNDO


El día en el que Mauro vino al mundo la primavera estalló en su jardín, mordaz y repentina, desdeñando a un gélido invierno que se obstinaba en permanecer visible dentro de la casa. Su padre, Franco Vatialino, más conocido como "El hombre más bello del mundo", encañonaba con sus lacerantes ojos azules el rostro atormentado de su esposa, que recostada en la cama con mullidas almohadas a la espalda, no acertaba a comprender el arisco comportamiento de su marido, ni esa mirada llena de ira que la había hecho temblar bajo la colcha.