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miércoles, 30 de noviembre de 2016

POLVO ERES




El día en que Francisca se casó, sus padres se sintieron felices y aliviados. Lo cierto es que, por mucho que fuera su hija, ya no podían soportarla ni un minuto más. Francisca era una adicta a la limpieza y el matrimonio no solucionó su obsesión.  A veces se despertaba en mitad de la noche incapaz de conciliar el sueño al pensar en la cantidad de motas de polvo que minuto a minuto estarían posándose en los muebles sin que ella pudiera evitarlo. Tenía un ejército de escobas a su servicio, un armario lleno de bayetas de  grosores y texturas variadas, un arsenal de productos jabonosos aptos para cualquier superficie; mopas, fregonas y cubos ocupaban la galería de la cocina y sin embargo, nunca se sentía satisfecha con los resultados. A su recién estrenado marido no parecían preocuparle en exceso las rarezas de Francisca hasta que ella empezó a esperarle a la salida del baño cada vez que él hacía uso del mismo. 
Francisca le acechaba en la puerta del servicio armada hasta los dientes de esponjas limpiadoras, lejía y demás elementos desinfectantes, provocando en el hombre una ansiedad que acabó mermando su salud pues no podía realizar sus necesidades con la relajación suficiente que requieren dichos menesteres. El matrimonio duró poco y fue así como Francisca se convirtió en Doña Paquita, nombre con el que ya era conocida en todo el barrio. Doña Paquita bajaba a la calle en compañía de sus utensilios higienizantes y conforme caminaba iba limpiando escaparates, coches, aceras y hasta farolas o semáforos, causando con su extraña actitud la perplejidad de sus convecinos y con el tiempo, el rechazo de los mismos, que se sentían acosados por la incontinencia limpiadora de la pobre loca. Abatida por la incomprensión vecinal, decidió no volver a salir de casa y dedicarse plenamente a aquello que le causaba mayor satisfacción: mantener su casa impoluta. Un día, mientras realizaba la compra a través de Internet, se quedó cautivada de un aspirador fabricado por técnicos de la NASA garante de una succión tan potente, que era utilizado por los astronautas en su versión cósmica para realizar trabajos de limpieza integral en las naves espaciales.  Cuando tuvo en su poder la sofisticada herramienta, sintió la misma excitación que experimentó al recibir su primera escoba con recogedor incluido, regalo que le trajeron los Reyes Magos siendo una niña. El excepcional artilugio no dejó rincón sin explorar y Doña Paquita, al fin, se sentó en el sofá y al igual que el Supremo, contempló su obra. Disfrutó con deleite del brillo que la rodeaba, el piso era un espejo que reflejaba la prueba inequívoca de un trabajo perfecto. O casi perfecto, pues unas bolisas rebeldes  habían quedado pegadas a la suela de sus zapatillas. Consternada y con cierto enojo, encendió de nuevo el aspirador y lo dirigió directamente a sus pies a fin de hacer desaparecer para siempre las polvorientas partículas, pero asombrosamente, el potente aparato se la tragó como si se tratara de una planta carnívora. La máquina, provista de los mejores avances tecnológicos, no estaba preparada sin embargo,  para digerir una masa de semejantes dimensiones;  así que empezó a hincharse cada vez más hasta que reventó escupiendo por todo el salón los trocitos de Doña Paquita, dejando partes de su cuerpo dispersas por toda la habitación.  Un trozo de pierna acabó sobre una lámpara, una mano se quedó colgada encima de un armario, la otra prefirió salir de estampida hacia el pasillo y los ojos de Doña Paquita acabaron posándose sobre el televisor desde donde podían contemplar horrorizados el macabro espectáculo. Lo único que pensó en ese momento era cómo demonios iba a limpiar ese desastre.

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