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sábado, 11 de febrero de 2017

TAL PARA CUAL




                                           I

Se sintió ridículo mientras caía al vacío. Trece pisos más abajo y estaría muerto, pero le preocupaba no recordar dónde había visto antes esos zapatos. A punto de caer sobre el asfalto, notó un gran alivio. Todavía no había perdido la memoria.

"Me quedé mirándolos atrapado por el brillo de su piel azulada, una tira de terciopelo formaba pequeños dibujos desde el cabrillón hasta el quiebre, semejante a una pequeña serpiente huidiza. El escote, sensual, alargándose hasta la puntera dejando un espacio desnudo en mitad del recorrido. Se alzaban sobre quince centímetros apenas perceptibles, dos estiletes que anhelaba escalar a toda costa, y fue tal el desgarro ocasionado que comencé a sentir ese pálpito familiar incontrolable; esa necesidad de sucumbir y dejarme arrastrar por mis íntimos vicios sin culparme por ello. Con un dedo en el cristal, siguiendo la silueta de los Manolos, acabé su trazado y sin apartar el índice del escaparate, lo arrastré por él hasta que entré en el establecimiento con forzada sonrisa. Unos minutos después salía de la tienda con la caja en la mano, estaba ansioso por llegar a casa para disfrutarlos a solas, después vendría lo demás. Encontrar los pies que le dieran vida.



Los vi por fin, a través de las gafas de sol, haciendo que todo a mi alrededor se redujera a ese par de zapatos y me dejaran ahí, inmóvil y torpe ante su influjo, asistiendo impávido al hechizo que conjuraban sus pisadas. Se acercaban hacia mí decididos, pero pasaron de largo y se adentraron en la cafetería. Los seguí con la mirada mientras se deslizaban por las rojas baldosas del bar, el sonido de los tacones atravesaron mis tímpanos como un martillo. Ya no era capaz de oir otra cosa, ni de mirar nada que no tuviera relación con ellos, percibí la tensión de mis músculos y la rigidez de mi cuerpo me puso en alerta. Dejé el periódico sobre la mesita de la terraza y como un felino, me levanté con sigilo y fui tras ella.
-¿Un 37?-Le dije sonriendo abiertamente.
-¿Perdón?-Contestó ella.
-Lo siento, me refiero a sus pies. Son perfectos, no he podido evitar fijarme en ellos-.Recuerdo que la miré intensamente, no eran solo los pies lo que me atraían de ella. Tras esa inocencia que transmitía se ocultaba una mujer que amaba la vida. Sus ojos podían engañarme, pero no sus pies, que en ese momento ella observaba divertida.
-Tiene razón, calzo un 37. ¿Es usted podólogo?-preguntó apartando un rizo que bailaba sobre sus largas pestañas.
-Podría ser...si me permite invitarla a un café, la saco de dudas.
-Prefiero un Martini, ha despertado mi curiosidad. ¿Me sigue?-dijo tras unos interminables segundos.
-Soy Dénis-musité  tras ella-y usted es...
-Sheila-dijo mostrando al sonreir dos hoyuelos en las mejillas. Escolté esos pies hasta la salida y a partir de ahí, caminamos juntos. Esa noche acabamos en su casa y yo le regalé los Manolos. Sin duda le pertenecían desde que los ví".









  

                                     II

El comisario Gómez entró como un ciclón en la escena del crimen. La mujer yacía en el suelo vestida con una blusa de raso salpicada de rojo y una falda corta de flores. El pelo le cubría la cara y el cuerpo se encontraba en posición fetal, mostrándose si cabe, más vulnerable.


-¿Causa de la muerte, sargento?-dijo el comisario a su subordinado mientras hacía girar un llavero alrededor de su dedo.
-Todavía no ha llegado el forense, señor. Parece ser que fue asesinada con un objeto punzante, además...le han extirpado los ojos.
-¡Joder! Pobre chica, valiente hijo de puta el que le haya hecho esto. ¿Habéis movido el cuerpo por algún motivo? No me parece normal esta postura en alguien a quien acaban de arrancarle los ojos, parece haber sido puesto así a propósito tras el crimen. Es como una escenificación. Me pregunto porqué el asesino se tomó tantas molestias-.Hablaba mientras pensaba, con cierta celeridad, eso le aclaraba las ideas. Metió el llavero en su bolsillo y se agachó ante el cadáver. Extrajo unos guantes de látex de su chaqueta y un palito alargado con el que separó unos rizos del rostro de la muchacha. Casi de inmediato, se levantó y se quitó los guantes.
-¿Algún indicio?¿Huellas?¿Cúando viene el maldito forense?
-Ya estoy aquí, mierda de día...-dijo el forense entrando en la habitación con evidente hosquedad.
-¡Pero, Piñol! ¿Qué coño haces con ese mono de plástico y unos zuecos?¿Es zona nuclear?-dijo el comisario soltando una sonora carcajada.
-No te pases, Gómez. No estoy de humor. He pedido un mono para no contaminar la escena. Acabo de desenterrar tres cadáveres del parque de Las Encinas que han aparecido esta mañana gracias a las lluvias. Tres mujeres jóvenes, me he puesto perdido de barro. Vaya, otra mujer-dijo en tono cansado al ver el cuerpo en el suelo-,...y también es muy joven. Es curioso...
-¿Qué te resulta tan curioso?
-Presenta la misma posición que las mujeres del parque. Los ojos...también ellas los tenían arrancados-. Piñol, pensativo y con el semblante serio, sacó su instrumental del maletín y se dispuso resignado a explorar a la chica. Durante unos instantes se palpaba un mutismo enturbiado tan solo por los precisos movimientos del forense que, concentrado, no era consciente ni del histriónico sonido que provocaba su mono plastificado, ni de la impaciencia del comisario que de nuevo rotaba el llavero alrededor de su dedo.
-¡Vosotros!¡Venga!¿Qué hacéis mirando?-se dirigió el comisario a los agentes que parecían haber dejado en suspense su búsqueda con la llegada del forense-.Seguid buscando, vamos...esto no ha hecho más que empezar-.Gómez bajó el tono y siguió dando instrucciones a su equipo que seguía recopilando huellas y posibles indicios hasta que la voz del forense le hizo girarse hacia él.
-¿Y los zapatos?-dijo de pronto Piñol-¿Porqué no lleva puestos los zapatos?











                                                                      III

A Dénis lo detuvieron en su casa el día siguiente al que encontraron el cuerpo. Los agentes no salían de su asombro cuando descubrieron tras una puerta, junto a su dormitorio, un vestidor de gran tamaño en el que lo único que se guardaba en sus múltiples armarios era una infinidad de pares de zapatos femeninos, todos ellos de tacones tan altos y tan finos como estiletes. Los técnicos del laboratorio transportaron en un furgón los centenares de zapatos que más tarde analizarían concienzudamente. Dénis, encogido en su sillón, lloraba al verlos desaparecer en manos de la policía con tanta impotencia como lo haría un niño al que le estuvieran arrancando sus juguetes favoritos.


El comisario Gómez disfrutaba en los interrogatorios. Era en esa sala pequeña y muda donde su mirada y la del sospechoso medían sus fuerzas y cada palabra o cada silencio adquirían un significado que, de no ser manejado con perspicacia, podía quedar desvanecido en el aire. Gómez observaba tras los cristales de la sala de interrogatorios a Dénis. La camisa mal abotonada, cercos oscuros bajo sus axilas y una barba incipiente que dibujaba sombras sobre sus mejillas, proyectaban la imagen de un hombre de cierto atractivo que tras una mala noche se preguntaba atónito cómo había llegado hasta allí.
Gómez entró en la sala y tras dar un paseo por la misma mientras desenvolvía un caramelo, se quedó de pie, apoyado en la pared. Dénis le siguió con la mirada hasta que el comisario dejó el envoltorio del caramelo sobre la mesa y se dirigió a él.
-Puede que ser raro de cojones no sea culpa tuya, nadie nace habiendo elegido el color de sus ojos, a mí sin ir más lejos, me gustan los caramelos sólo si son de café; son los únicos que soporto-.Dénis miró el envoltorio como si necesitara comprobar que, efectivamente, era un caramelo de café-.Es por eso-continuó Gómez-,que me importa una mierda que seas un fetichista de esos que se tiran a las tías según el número que calcen, o que goces más comiéndoles el dedo gordo que haciendo lo que hacemos el resto de los aburridos mortales; te aseguro que me importa un carajo que te gastes una fortuna en zapatos o que te pases las noches taconeando con ellos por el pasillo de tu casa. Te lo aseguro tío, me resbalan tus patéticos vicios-.Gómez se situó a la espalda de Dénis y acercándose a su oido le susurró-.Siempre y cuando no los uses también para matarlas...
Un escalofrio recorrió la espalda de Dénis al tiempo que un silencio tenso se imponía entre ambos. Las piernas del reo se movían inquietas bajo la mesa, en frenética danza. El comisario, complacido, siguió hablando:
-Yo creo en el infierno. Creo en un submundo de fuego y dolor preparado para gente como tú, un pelele que de un día para otro se convierte en asesino de mujeres como Sheila San Martín y todas esas pobres chicas que encontramos en el parque-.Dénis empezó a llorar desconsolado, le caían las lágrimas una tras otra sin darle tiempo a enjugárselas con el dorso de la mano. Podía sentir los brillantes ojos oscuros del comisario clavados en su persona, e intentando recuperar algo de su demolida dignidad contestó alzando la mirada:
-Me gustan los zapatos, es cierto. Me gustan las mujeres que calzan bien, eso me pone. Pero no he matado a nadie y no sé de qué otras mujeres me habla.
Gómez se sentó en la silla que estaba frente a él, retándole. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una bolsita sellada de la que extrajo unas fotos. Las extendió sobre la mesa y dejó que él las viera. Dénis, horrorizado, se tapó la cara con las manos hundiéndose en ellas; parecía abatido y confuso. Las lágrimas caían por su rostro mientras el comisario Gómez confrontaba en su fuero interno las opciones de juego que harían más fácil una confesión hasta que, hastiado, decidió seguir la línea iniciada; sin recular ni un ápice ante la patética reacción del sospechoso. Con las manos entrelazadas a la altura de su boca, tomó aire y dijo con voz grave y monótona:
-A estas chicas también debían de gustarles los zapatos, claro que...es algo que tal vez no sepamos nunca. Ninguna de ellas los llevaba puestos, igual que los ojos. Tampoco los llevaban puestos-Esperó unos segundos algún movimiento de Dénis pero al no producirse, siguió-.Fuiste tú. Las huellas llevan tu nombre. Y tenemos testigos que te han identificado saliendo de casa de tu última víctima, Sheila San Martín-.Gómez se levantó de la silla y se dirigió hacia él moviendo el llavero entre sus dedos-.Tenemos cuatro mujeres muertas, sin ojos, sin zapatos y todas ellas colocadas a propósito en posición fetal; y tenemos un loco, un excéntrico niño rico coleccionista de zapatos de lujo. Alguien a quien le pone una mujer bien calzada. Tú me dirás, Dénis, ¿quién, aparte de estas pobres chicas, lleva las de perder en esta partida?
Dénis levantó la cabeza despacio, como si tuviera que sufrir un peso insoportable, y sin rehuir la dura mirada del comisario contestó:
-Quiero un abogado. Esa es la única respuesta que tengo a su pregunta.
El comisario esbozó una sonrisa y salió. Dénis, que volvió a esconderse entre sus manos, supo que ya no estaba cuando dejó de oir el tintineo constante de su manojo de llaves.
A las tres de la tarde y bajo un sol cegador, le soltaron por falta de pruebas. No se halló el arma del crimen y había más huellas de hombres que no le pertenecían, por lo visto Sheila, tenía una vida social bastante activa. El caso continuó abierto y Dénis seguía preguntándose de qué otras mujeres le estaban hablando.








                                    IV

"Ella me mira con insolencia. Tiene sus largas piernas cruzadas, puedo verlas por debajo de la mesa. Mueve el pie derecho de forma compulsiva, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás; sin desviar su mirada de la mía. No me fijo en sus zapatos, no después de la que había líado. Yo apuro una copa en la barra y con mi dedo en el cristal dibujo en el frío vaso un garabato. Ella me sonríe y yo la correspondo alzando mi copa hacia ella. Un cuerpo se dirige hacia el otro y dos pares de zapatos salen del bar iluminados por las luces de la noche.
Me lleva a su casa, un edificio de quince plantas situado en el centro de la ciudad. Acaricio sus pies desnudos, suaves, exquisitos. Lamo sus dedos, uno a uno, despacio; saboreando cada recta, cada recodo, deleitándose mi lengua en las pendientes de sus minúsculas curvas. Detengo mi boca en el ángulo de sus talones y vuelve a surgir, frenética, mi lengua; en la duna blanquecina de su turbador empeine. Mis manos buscan a tientas el fino tobillo, tobogán oscilante que mi dedo recorre sinuoso; como al cristal, tan despacio que siente escalofríos. Mis labios descarnados y húmedos absorben los jugos de su piel y ella se retuerce, se revuelve, se asombra, se abandona. Yo me dejo mecer en el silencio de la noche sobre esta alocada montura hasta que al fin, se rompe y se deshace. La luna, en lo más alto, brilla. Me hace recordar aquella luz que un día me cegó al salir de comisaría.


-Sabía que sería insuperable-me dice encendiendo un cigarrillo que luego me ofrece-, ahora ya es tarde para averiguar si ellas opinaban lo mismo.
-¿Ellas?-Pregunto por decir algo, no tenía ganas de mucha conversación. Solo quería seguir ahí, bajo la luna, y que el tiempo pasara despacio o se estancara para mí en esa terraza.
-No entendían nada. Intenté explicárselo, pero fue inútil. Les hablé de mi hermana pequeña, de esa costumbre desquiciante que tenía de quitarme los zapatos. Yo ahorraba durante meses para poder comprármelos y ella los buscaba en mi armario, los sacaba de sus cajas, los calzaba en sus pies diminutos y se paseaba con ellos por la casa, haciendo ruido con los tacones o golpeando sus juguetes con la puntera hasta dejarlos destrozados y a mí completamente desolada. Yo me quejaba a mi padre pero él siempre le daba la razón a ella. Desde que mi padre volvió a casarse y tuvo a mi hermana, yo no pintaba nada. Ella era la favorita, yo un cero a la izquierda. "Es muy pequeña"-decían-."¿No ves lo graciosa que está?".
Me enciendo otro cigarrillo, ¿A qué viene tanta charla? Pero ella sigue hablando ajena a mi indiferencia.
-Un día, un chico que me gustaba mucho me invitó a salir. Hacía tiempo que lo estaba deseando y rompí mi hucha, quería impresionarle. Me compré unos zapatos maravillosos que me costaron una fortuna, pero no me importaba, sólo vivía para que llegara ese momento en el que él me los viera puestos y me los quitara. Ese día llegó, pasé toda la tarde arreglándome y cuando fui a ponérmelos habían desaparecido del armario. Angustiada y enojada busqué a mi hermana, segura de que ella los tendría. La encontré sentada en la cocina, mirando embelesada el tambor de la lavadora dando vueltas. Entonces supe que mis zapatos estaban ahí, dentro de la lavadora, y mi cabeza empezó a girar como el tambor y ya nada hizo parar la furia y el odio que sentí hacia el pequeño monstruo. Rescaté mis zapatos, ya inservibles y empecé a golpearla con ellos. Ella gritaba llamando a su mamá ausente y yo cada vez estaba más furiosa...


Yo la oigo, pero no la escucho. Veo sorprendido unos zapatos en un balcón que está junto al nuestro. Apenas se mantienen firmes en la estrecha barandilla. Creo distinguir que son azules, con una tira de terciopelo en los costados. Me estiro hasta la barandilla para cogerlos, casi los rozo con los dedos. Ella sigue hablando...
-Son hermosos ¿verdad?-me dice acercándose a mí.
-Creo haberlos visto antes, van a caerse, si pudiera acercarme más...-Vuelvo a ponerme de puntillas, siento su mirada en mi nuca, vigilando mis movimientos.
-Los míos también eran hermosos, los más bonitos que pude conseguir. Yo estaba muy cabreada, mientras la golpeaba me miraba fijamente con sus grandes ojos azules. Yo no quería que me viera haciéndole eso, así que arranqué de su cara esa expresión atónita para siempre. Después quedó como dormida, acurrucada, igual que cuando dormía en su camita rosa. Me costó trabajo que nadie sospechara de mí, pero tuve suerte porque en aquella época algún loco andaba suelto y cargó con la culpa. ¡Jajaja! ¡Ese pobre infeliz aún debe estar preguntándose quien mató a la pobre niñita...sí...debe pasar sus días mascullando una venganza que nunca llegará. Después te conocí a ti y te seguí. Pero tú nunca te fijaste en mí, sólo tenías ojos para los "Manolos", eso no te lo reprocho; somos tal para cual, pero ellas...ellas no los merecían. Yo sí.


Casi los tengo a mi alcance, he tenido que subirme a un macetero pero estoy a punto de conseguirlo. Siento el tacto del terciopelo en mi mano, la luna lanza destellos de sangre en la punta del tacón, esbelto como un estilete. Su voz ahora me susurra al oido, noto cómo su aliento embiste mi oreja y reclama mi atención, sin embargo ya tengo un zapato en mi poder.
-No puedes resistirte, Dénis. Ni siquiera ahora que tu vida pende de un hilo. Yo estoy aquí, como lo estuve siempre y tú sigues sin verme. Mato por tí y tú sigues sin verme.
Ya tengo el par en mi mano, pero mi alegría es efímera porque ella me levanta de los tobillos y me empuja al abismo. Oigo su risa demencial alejarse conforme yo desciendo, vertiginosamente, hacia el fin. Me aferro a los zapatos con fuerza, un ruido seco, un crujir de huesos. Después, nada".







                              V

El comisario Gómez, en cuclillas, revisaba el cuerpo de Dénis a medio vestir cuando sus orificios nasales se inflamaron al ser alcanzados por un perfume que sobrevolaba en torno a ellos, voluptuoso y denso, que le llevó a buscar su origen pegando su nariz instintivamente a lo que quedaba de la cabeza del muerto. El hallazgo le hizo ponerse en pie y, brazos en jarras, alzó la vista hasta alcanzar con ella la última planta del edificio; sintió un brusco estremecimiento. Si había algo que odiaba, eran las alturas. Piñol lo encontró mirando hacia arriba, se situó a su lado y haciendo un chasquido con su lengua entre los dientes, hizo saber al comisario que había llegado.


-Hermosa noche para tirarla por la borda, pobre diablo...-se dió la vuelta y cuando Gómez salió de sus cavilaciones ya estaba trabajando en el cadáver, examinando la zona parietal de su cabeza quebrada mientras canturreaba como quien prepara un guiso, una vieja canción de Sinatra.
-¿Hora de la muerte?-preguntó el comisario poniendo fin al concierto.
-No más de una hora. Tendré que llevarme el cuerpo para hacerle la autopsia. No presenta magulladuras ni signos evidentes de violencia previos al impacto, pero es pronto para saberlo con exactitud.¡Ah!Llevaba estos zapatos en las manos. Debió de sujetarlos con mucha fuerza para no perderlos en la caída-el forense le acercó un par de zapatos de color azul, con una tira de terciopelo en los costados-es él, ¿verdad? Es el fetichista que asesinó a las chicas del parque y soltásteis por falta de pruebas.


El comisario no contestó. Estaba abstraído admirando los zapatos que le había dado Piñol, pensando todavía en el perfume que se había instalado en su nariz, intenso y persistente. Recordó entonces que ese perfume ya lo había olido antes. Fue justo al bajar de su coche, estacionado junto a las cintas de seguridad que la policía estaba colocando. Cerró los ojos y volvió a sentirlo pegado a su nariz, pero no venía solo porque, como quien se queda dormido viendo una película y abre los ojos de vez en cuando luchando contra el sueño, recordó haber visto una escena extraña a la que en un principio no le dio importancia: unos pies descalzos, blancos y desnudos entre los zapatos de la gente que se arremolinaba tras la cinta policial. Abrió los ojos y sobresaltado se dirigió hacia los pies de la gente, recorrió lo largo de la cinta bajo la desconcertada mirada de los agentes que no acertaban a entender qué coño buscaba su comisario por ahí abajo. Pero los pies ya no estaban y Gómez, alzando su cabeza por encima de los curiosos que se apiñaban en la calle y que ahora le miraban intrigados, buscaba entre las sombras de la noche una espalda femenina sostenida por unos blancos y delgados pies desnudos. Estuvo escudriñando unos minutos hasta que, airado, volvió al  cadáver y con sus guantes de látex observó los zapatos. Los metió en dos bolsas de plástico y los guardó en los bolsillos de su chaqueta. Cogió su llavero y empezó a hacerlo chocar contra la palma de la mano, como si fueran unas castañuelas. Notaba el peso de los zapatos en los bolsillos. Eran del 37, el mismo número que calzaba su esposa.


-¡Gómez!-exclamó Piñol que ya había recogido su maletín-,te decía que este hombre es el asesino de las mujeres del parque ¿no crees?
-Francamente, Piñol, lo dudo mucho. La asesina ha salido por pies, nunca mejor dicho, pero ha olvidado recoger su perfume...-se rió de su ocurrencia, él solo. Piñol lo miraba obnubilado, con una mueca que estaba entre la intriga y el sarcasmo: "Este maldito trabajo acaba con nuestra salud mental, eso está claro"-pensó al ver la estúpida expresión que se había instalado en la cara de Gómez.
-Pero dígame una cosa-dijo de pronto el comisario-¿Mataría usted por un par de zapatos como éstos?
-Mi querido amigo-contestó el forense-lo que sobra en este mundo son motivos para cargarse a alguien.


Y Piñol, dicho esto, abandonó la escena del crimen tarareando la vieja canción de Sinatra que había dejado a medias.

                                   FIN

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