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martes, 7 de febrero de 2017


EL CHEF






En las cocinas del Hotel Louis XV, el más lujoso de París, el ambiente podía cortarse con un cuchillo. Los cocineros, conscientes de que el prestigio del hotel pendía de un hilo, formaban estáticos como soldados, a la espera de que el Chef Alain Dijon hiciera entrada en su feudo y les diera las instrucciones pertinentes. Todos ellos miraban sin pestañear la brillante puerta de acero mientras estiraban silenciosos sus blancos uniformes recién planchados y enderezaban los gorros sobre sus cabezas. Sin embargo, Marcel de Déssir, lucía una espléndida sonrisa que parecía no ajustarse a las circunstancias.  Sus ojos chispeantes volaban por la cocina admirando la inmaculada encimera metálica, los fogones relucientes y listos para su uso, las especias perfectamente ordenadas en los estantes o las cacerolas y sartenes alineadas por tamaños con tanto lustro que pudo ver su reflejo multiplicado a lo largo de la cocina al igual que los espejos deformantes de las ferias.

En ese paraíso en el que comenzaban a ser tangibles sus sueños, sus narices se le inflamaron ostensiblemente, acto reflejo que ocurría cada vez que sentía cerca la fragancia de las especias. En ese día, Marcel de Déssir daba el salto a la alta cocina como maestro especiero, especialidad que dominaba con una eficacia extraordinaria gracias a que, en sus humildes orígenes, se vio obligado a rastrear los montes en busca de todo tipo de hierbas aromáticas con las que su madre preparaba jabones o infusiones medicinales con cuya venta desahogaban su exigua economía familiar. 

Un gruñido potente se acercaba hacia las cocinas desde el otro lado de la pared. Marcel dio un respingo y su nariz, se distendió.


El rostro airado del Chef atravesó la puerta con la energía de un  ciclón.  Enfundado en su nívea chaquetilla, pasó revista al ejécito de cocineros que se cuadraban a su paso y que, elevando la mirada hacia las deslumbrantes luces del techo, aguantaban la respiración con los puños cerrados en un intento hercúleo de mantenerse invisibles ante la escrutadora inspección del desalmado caudillo.
El Chef Alain Dijon se plantó delante de Marcel quien con  tranquilidad pasmosa  y una boba sonrisa tatuada en el rostro,  alargó su mano hacia la del maestro y armado de inocencia le dijo:
 

-Es un honor conocerle Chef. No sabe las veces que he soñado con este momento. ¿Cómo explicárselo?... Usted es...¡Mi dios! -y robando la mano de su dios, que colgaba inerte pegada al bolsillo de la chaquetilla, la sacudió entusiasmado entre las suyas creando alrededor un murmullo casi inaudible del resto de cocineros, que miraban incrédulos la escena sin saber muy bien cómo reaccionar ante su pueril comportamiento.

-¿Quién es este paleto? -Preguntó con voz tronadora a su segundo-, ¿Cómo demonios ha llegado a mi cocina? -Interpeló de nuevo el Chef. 

Apenas un susurro nació de la garganta del aludido, que tras una simulada tos nerviosa, contestó:

-Chef, es Marcel de Déssir, su nuevo maestro especiero. Empieza hoy a trabajar con nosotros ¿Recuerda? Hizo la prueba con usted hace un par de semanas.


-¿Tengo pintas de estar senil? ¡Por supuesto que lo recuerdo! Es el joven insolente que me corrigió diciéndome que no aliñara con estragón mi receta de ternera boulogne porque en esta época del año muta su aroma original. Por lo visto, según su ardua experiencia, adquiere cierto amargor que desluce los sabores del plato. Sí...-reflexionó un instante-, lo recuerdo muy bien.
Y era cierto. Aquel mismo día supo que había perdido el sentido del olfato y que el trastorno, trágicamente para él, era irreversible. Desde entonces, el terror a que alguien descubriera su secreto no le dejaba vivir y ya empezaban a llegar a sus oidos ciertos rumores que aseguraban que el Chef estaba llegando a su declive y eso era algo más de lo que él estaba dispuesto a soportar. Un sabor metálico sacudió su paladar provocando que unas gotas de sudor perlaran su frente. Necesitaba una nariz o estaba perdido

.
-Bien -subrayó intentando recuperar la compostura-, como todos saben, hoy es un día importante. Tenemos que presentar la nueva carta y nos jugamos todo a una baza. Si no conquistamos a los críticos se acabó. El Hotel se venderá y ustedes volverán al arroyo del que salieron.  Así que...¡en marcha! Armand y su equipo se ocupará de los entrantes. Ya saben, nieve de pepino, salicornia con leche de coco y huevo esférico de espárragos blancos con salsa de tartufo. Los primeros los llevará Oriol, es decir, los ravioli de alga kombu y erizos, la témpura de flor de hinojo, la gelatina de agua de lentejas...el equipo de los principales prepararán las pinzas de buey de mar con pasta de cacahuete, sandía y aire de azúcar. Y usted, Marcel, venga conmigo.



Una palmada del segundo llamó la atención de los cocineros que permanecían inmóviles y con las pupilas estampadas en la figura del imberbe Marcel. El flamante maestro especiero abandonó la cocina despidiéndose efusivamente de sus compañeros y, en un instante, el ruido de los cacharros, el calor de los fogones encendidos y los aromas de las viandas que colorearon las encimeras, convirtieron la cocina en un enjambre de laboriosas abejas blancas que se afanaban por complacer a la tiránica reina.


-Una vez más le pongo a prueba -espetó el Chef-. Necesito algo diferente. Unas hierbas nuevas que aporten chispa a mi plato principal. He pensado en unos sesos de conejo a la romana con yuzu y pistacho, pero el plato no está completo. ¿Qué le añadiría usted?
La respuesta de Marcel no se hizo esperar.


-Sin duda añadiría té matcha y azúcar demerara. Es lo único que necesita. Pero, si me lo permite, Chef; en mi opinión el resto de platos no están a la altura. Son insulsos y pierden cuerpo en las guarniciones. Tengo un olfato privilegiado, Chef. He olido sus platos, no me hace falta probarlos. No tienen magia, no hay vida en ellos. Tengo la certeza de que con unos toques de mis hierbas serían dignos de merecer no una estrella, ni dos, sino un firmamento entero.


El Chef enrojeció ante la ingenua pero humillante crítica del joven y, de repente, sintió miedo; un miedo hondo que surgía de su impotencia al no saber a ciencia cierta si Marcel tenía razón, pues él hacía tiempo que ya no era capaz de encontrarle gusto a los platos y era consciente de que, tarde o temprano, debía fiarse del paladar de sus cocineros. Pero aún no, esa estrella tenía que ser suya, nadie le arrebataría el reconocimiento ùltimo por el que tantos años llevaba batallando. 


-Haremos una cosa -dijo el Chef-, prepare usted los platos a su gusto, sazónelos como considere y yo mismo haré lo propio. Esta noche organizaremos una cata en el equipo...una cata a ciegas. Los platos que el equipo elija, serán los que presentemos en el certamen. Tiene usted en su mano una gran oportunidad, Marcel. No deje que se escape.



Marcel se recluyó en el laboratorio todo el día. No comió, no bebió, no habló con nadie. Se concentró de tal manera que se abstrajo del paso de las horas hasta que escuchó sorprendido el barullo de los cocineros dirigiéndose a cocinas. Entonces, emplató. El acuerdo fue unánime: Los platos de Marcel eran, con diferencia, los mejores. 


La noche del esperado certamen llegó y la crítica general fue tan espléndida que acabó con las especulaciones que situaban al Chef en el ocaso de su carrera. Efectivamente, todas las estrellas del cielo fueron a caer sobre la chaquetilla de Alain Dijon, quien guardó para sí las estrellas y los méritos dejando en la sombra del anonimato al artífice de su triunfo, su maestro especiero.  Marcel de Déssir, presa del desencanto, se refugió en la soledad de la cocina, paseó por ella melancólico y acariciando distraidamente unos tomates tan rojos como su ira; se zambulló pensativo en los aromas de los guisos. Unas cartas de su menú descansaban sobre la encimera del laboratorio. Era tal su enfado que al ir a cogerlas para partirlas en dos, cayó un sobre del que se esparcieron unas hojas por el suelo. Marcel, asustado, miró hacia la puerta y con los dedos tensos como espátulas rescató los papeles y leyó. Era el informe médico del Chef Alain Dijon. Marcel dibujó una sonrisa enigmática en su rostro y maquinó al instante lo que haría. Ya solo le faltaba decidir cómo llevarlo a cabo sin levantar sospechas.


El Hotel Louis XV se había engalanado para la ocasión más que nunca. El Gran Salón lucía esplendoroso presto a recibir la visita de los Reyes de Dinamarca y Noruega, del Presidente de la República (que hacía las veces de anfitrión), miembros del Gobierno y representantes institucionales de las más altas esferas. Marcel, mano derecha del Chef Alain Dijon, llevaba meses trabajando en una carta espectacular.  Abriría la recepción oficial con un cóctel de té de rosas al jengibre con perlas de miel y espuma caliente de melocotón acompañado por snacks secos: rulo de crocant de piña y aceituna negra, claveles de chips de alcachofa y café y pañuelos de pan con piñones; seguiría (ya en mesa) un elaborado nopal con higo chumbo, cuscús de cebada verde, perlas de cítricos y yogur, morillas en rostit con koyadofú al jugo de trufa negra, chatka de cigalas a la tártara y...el postre. Le llevó más de dos semanas decidir el postre porque en él estaba depositado el éxito de su venganza. Había viajado al Nepal en busca de unas hierbas que fueron la pieza que necesitaba. Trabajó con ellas en su laboratorio, cuando no había nadie, cuando solo él pudiera comprobar la eficiencia de sus cualidades. Prepararía para cerrar el menú unos globos esféricos de agua de rosas con toques y sopa de lichis. El toque era su hierba licuada que introduciría a través de una jeringuilla dentro de los globos y que, al ser pinchados, expandirían un olor fétido y nauseabundo que acabaría destruyendo la reputación del Chef Alain Dijon de cuya carrera lo único que se recordaría en la posteridad sería ese desafortunado episodio. Marcel, cegado por una animadversión hacia su jefe que no tenía marcha atrás, estaba convencido de que su plan era infalible y que el egocéntrico Chef tenía, por fin, las horas contadas. 


La cena transcurrió animadamente. Los camareros se afanaban en sacar los platos que, en cuanto eran presentados en las mesas, eran recibidos con admiración y un contenido regocijo. Cuando llegó el momento de sacar los postres el Chef Alain Dijon hizo acto de presencia en el salón. Fue acogido como una estrella, con una gran ovación que hizo temblar los pilares del hotel. Todos los ilustres invitados, incluidos los reyes, se pusieron en pie y aplaudieron calurosamente. El Chef no podía ocultar su emoción y les rogó un momento de silencio para dirigirse a ellos embutido en una falsa modestia.


-Majestades, Sr. Presidente de la República, Excelentísimos señores, señoras y señores: Es para mi un honor estar aquí, poniendo a su disposición el fruto de toda una carrera que hoy acaba. Este es mi último menú, pues ha llegado el momento de mi retirada -Todo el salón quedó en silencio, alguien se lamentó en voz alta y rápidamente fue secundado por el resto. Una tropa de camareros fueron saliendo al salón portando en sus manos el espléndido postre-. Un Chef no es nadie sin un equipo y todo buen Chef que se precie ha de ser agradecido a tantos desvelos de quienes día a día, soportan estoicamente nuestras neuras, y los cocineros; créanme, tenemos más de una -los destacados invitados rieron-. Hoy quiero irme dejando en mi lugar a alguien que es más que una promesa. Mi mano derecha y el artífice creador de este inigualable postre que ahora admiran y que en unos instantes tendrán el placer de degustar. Tengo el honor de presentarles a mi delfín, mi amigo: ¡Marcel de Déssir!


En ese momento, alguien cuyo pecado incontenible era la gula, no pudo resistirse por más tiempo y, ansioso por probar el delicioso postre, rompió el globo esférico de agua de rosas con toques y sopa de lichis desatando un espantoso y fétido olor que parecía emanar de las inmundas cloacas de París. La tufarada se dispersó por el salón a gran velocidad, anegando la nariz del resto de comensales que, en cuanto olieron el pestilente hedor se levantaron de sus asientos para correr a los baños, pues era el aire que respiraban tan nauseabundo que les entraron a todos unas fuertes arcadas que muchos no pudieron contener, generando naúsea tras naúsea, una impresionante vomitona colectiva. El Chef, que no olía nada, no salía de su asombro.
Marcel, quien al ser nombrado intentó frenar de algún modo el inminente desastre, no llegó a ver el final caótico de la velada.


Llevaba desmayado desde que oyó el crujido del tenedor al clavarse con fatal precisión sobre la esfera, con el mismo deleite minucioso que empleó él mismo al cocinarla.



(Fotogramas de la película "Le Chef", con Jean Reno y Michaël Youn y dirigida por Daniel Cohen)
(Platos: El Bulli)






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