Si hay algo que no debe faltar nunca en la mesa de un psiquiatra es una caja de pañuelos de papel. Aquella mañana, la mía presentaba un aspecto deslucido ya que, después de cuarenta años en el oficio, había llegado el fatídico día de mi jubilación. Apenas alguna carpeta, un bloc de notas, el Montblanc que mi hija me regaló en Navidad y por supuesto, una caja de pañuelos; ocupaban mi escritorio, viejo aliado que tenía por misión separar al cuerdo del supuesto demente. A veces esa línea invisible era tan difusa que ni yo mismo sabía en qué lado posicionarme y aquel día, complicado para mí, me hubiera gustado ser cualquier otro; alguien que tuviera la vida por delante, aunque para ello fuera necesario elegir el lado de aquellos a quienes la mayoría señalaban como locos. Mi última paciente se hallaba tras la puerta, así que dejé mis oscuras reflexiones y tras ajustarme las gafas, la hice pasar.
-¿Cuántos pacientes ve usted aquí?
-¿Cuántos debería ver? -pregunté disimulando mi asombro inicial mientras abría mi cuaderno.
-Por favor, deje a un lado la libreta. No soy un bicho raro al que haya que analizar con unos cuantos garabatos. Dígame: ¿le parezco a usted una exaltada, una esquizofrénica, una...loca?
-Verá usted, esos términos no deben manejarse con ligereza -contesté-, no es algo que pueda dirimirse a simple vista ni con lo que uno mismo deba etiquetarse. Volvamos al principio, si le parece. ¿Qué es lo que le preocupa?
-Busco ayuda, doctor. Estoy desesperada.
No fue necesario ninguno de esos trucos que utilizamos los psiquiatras para conseguir cierta empatía con el paciente y generar así su confianza; un lápiz que accidentalmente cae al suelo, un crucigrama que no acabas de resolver o demasiada luz entrando por la ventana; ella prefirió saltarse los preliminares para entrar directamente en materia, con una naturalidad que acrecentaba mi intriga. Intentaba mostrarse serena pero reconocí en sus ojos los signos de la lucha, esa batalla que libran los demonios en nuestras cabezas, en la de todos, pero de la que pocas personas son conscientes; los más sensibles, los vulnerables, los que perdieron algo por el camino y pasan su vida buscándolo. Se puso en pie y se detuvo frente a un cuadro al que se empeñaba en enderezar sin fortuna; no es fácil poner derecho algo que lleva varias décadas torcido.
-Doctor -me dijo- ¿Qué pensaría si yo le dijera que no tiene delante a una mujer, sino a dos?
-Bueno, no sería la primera vez, se lo aseguro. Se llama trastorno disociativo de la identidad, es decir; una persona puede tener personalidades distintas que, en algunos casos, llegan a ser incluso múltiples. Lo que es menos habitual es ser consciente de esta disociación. Dígame, Isabel ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
-Poco a poco, supongo. Se fue manifestando en pequeñas dosis, como si quisiera hacerme asimilar que tenía que aceptarla en mi vida. La primera vez que fui consciente de ello, fue una mañana en la que descubrí en mi lavabo un cepillo de dientes que no me pertenecía. Después aparecieron aquellas faldas largas en mi armario, los libros de Marx en la librería o la decoración zen de la terraza. Todo se complicó todavía más aquella noche en que llegué a casa tras asistir a un mitín del PME, partido al que yo pertenezco. He de confesar que estaba exultante, pues había conseguido que mis compañeros me eligieran para encabezar las listas autonómicas en las siguientes elecciones. Me acompañó a casa Marcial, militante como yo del partido, de quien esa noche esperaba algo más que un par de apresurados besos en las mejillas.
Se quedó callada y por un momento pensé que iba a echar mano de la caja de pañuelos pero no fue así. Levantó la cabeza, tomó aire y siguió su historia:
-Ofrecí una copa a Marcial y él mismo se dispuso a prepararlas. ¡Oh! Le aseguro que era maravilloso oirle rebuscar los vasos en el aparador, sonaba a hogar, a intimidad, a pareja. Logró que me sintiera por un instante, una persona normal.
-Marcial, ¿Es su novio?
-Iba a serlo, estoy segura, pero...ocurrió algo que dio al traste con todas mis expectativas, tanto personales como políticas.
-Siga, por favor... -Isabel se sentó, se levantó de nuevo y haciendo girar continuamente un anillo que brillaba en su dedo, siguió deambulando por mi despacho hasta que decidió continuar su relato.