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sábado, 25 de marzo de 2017


DE CACOS Y CACAS


Puede que todo haya sido fruto de mi resentimiento, de un rencor insano que me condujo a la frustración, a pensar que tenía que hacer algo con mi vida y ellos solo fueron la excusa. El caso es que mentí, no fue premeditado, pero mentí. Hoy me alegro de haberlo hecho, de haberme aliado con mi parte canalla; a la postre fue más fecundo que la abnegada docilidad de la que ellos, con un egoísmo ilimitado, se saciaban.  En realidad diríase que, como en el cuento, alguien se tomó la molestia de desperdigar unas migas por mi camino para que yo las fuera siguiendo y así lo hice. Cuando encontré la última miguita, mi jefe dejó de ser mi jefe y yo me convertí, por fin, en una mujer a quien todos respetaban.

Yo llevaba quince años trabajando en su empresa como secretaria comercial, es decir, como chica para todo. Atendía mis labores con tanta eficacia que en muy poco tiempo crecieron mis cometidos sin obtener a cambio ningún beneficio añadido, salvo algunos gestos amables de evidente paternalismo que aparentaban compensar mi esfuerzo con la misma validez que lo hubiera hecho un aumento cuantitativo de sueldo.


Mis compañeros, por el contrario, cada día se lucraban más; yo me ocupaba sin pretenderlo de que así fuera gracias a un  engañoso orgullo que me obligaba a demostrar continuamente mi valía. Ellos, ladinos como zorros hambrientos, aprendieron a aprovecharse de mi estúpido amor propio, olvidándose de pagar el precio correspondiente por tan infundado altruismo. Tenía yo claras dotes para la diplomacia empresarial, pues los clientes a los que desatendían acababan encantados tras tratar conmigo, con lo cual mis compañeros salvaban sus comisiones y a mí me llovían en desagravio unos vastos pellizcos que estampaban en mis mejillas, un gesto surrealista y prepotente que solo conseguía provocarme vergüenza. No hay que pensar mucho para darse cuenta de que ellos eran hombres y yo, la única fémina que aguantaba sus bravuconadas.


Lo peor de todo, no obstante, eran las cenas de empresa. Imagínense una velada de quince tíos (incluido el jefe) en la que yo soy la única mujer sentada a la mesa. Podría decirse que sobran las palabras pero la verdad es, que ahora que soy yo la que les consigno algún pellizco de vez en cuando, tengo la perentoria necesidad de explayarme. La parte más odiosa de estas reuniones llegaba con las copas, que siempre iban de la mano de unos chistes a los que yo nunca les encontraba la gracia. Hace un año ya de la última cena, aquella en la que la más bravucona de todos fui yo. La historia empezó por una absurda apuesta surgida durante una conversación en la que mis compañeros bromeaban jocosamente sobre dos clientas mellizas cuyo único parecido residía en los apellidos, pues mientras una atraía por su innegable voluptuosidad las encendidas miradas masculinas, la otra era como la cruz de la moneda; le había caído en suerte la parte menos cotizada en el reparto genético: el cerebro. Tanto es así que siempre iban juntas, ya que ni cuerpo ni cerebro pueden subsistir el uno sin el otro.




—¿Quién necesita el cerebro para echar un quiqui, digo yo? —preguntó Tomás como si el suyo diera para mucho—,  total... ¡se les mete la barrena y las dejas en blanco!  —Debió de ser muy ingeniosa su plática porque todo el mundo, excepto yo, se desternillaron de risa con tal desenfreno que a punto estuvieron de caerse de las sillas. Yo los visualizaba en mi cabeza transformados en dinosaurios extinguidos: gigantes con el seso del tamaño de una nuez. Mi enojo iba en aumento mientras veía sus caras enrojecidas y esas bocas cariadas abiertas de par en par, voceando una barbaridad tras otra a costa de mujeres que, como yo, solían sacarles las castañas del fuego. Después de dos horas de aguantar estoicamente sus fanfarronadas, no pude más. Solté un puñetazo en la mesa y poniendo en pie mi escasa estatura, grité fuera de mí:

—¡Bueno, ya está bien! —me miraron asombrados, como si hasta ese momento no se hubieran dado cuenta de mi presencia—.  Las mujeres somos mucho más que un agujero en el que siempre estáis queriendo entrar. Es bochornoso que todavía sigáis tratándonos como a meras amas de cría o para satisfacer vuestros pobres instintos tan primitivos como vosotros mismos. Si fuérais capaces de mirar más allá de esos orificios peludos que tenéis por ombligo, os daríais cuenta de lo desgraciadas que serían vuestras vidas sin mujeres, incluso sin esas a las que tanto desprecíais. Una pena que hayan dejado de llevarse los sombreros, al menos antes servían para algo esas cabezotas que cargáis sobre los hombros... —Reconozco que fue un instante sublime pero la dicha suele ser breve y ya había quien no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente.

—¡Vaya, Mariola!¡Qué transformación! Nuestro dulce gatito se ha convertido en tigresa... —dijo León, mordaz, tras tomarse de golpe un chupito de orujo y pasarse la lengua por los labios como si le hubiera sabido a poco—.  No era nuestra intención ofenderte, ¿verdad, chicos? Ya sabes que te apreciamos mucho, para nosotros eres una más, por eso no hemos creído que pudieras sentirte aludida.  —Sí, me aprecian, pensé;  pero bien que se quedan con toda la pasta y ni siquiera mencionan que gracias a mí salvan el pellejo—. De todas formas —siguió—,  tú que eres inteligente, habrás de admitir que hay ciertos oficios o actividades impropias para las mujeres y, por no poner siempre los mismos ejemplos ya manidos como albañiles, picapedreros, torneros..., hagámoslo más divertido. Por ejemplo: ¿Porqué siempre se dice "ladrón de guante blanco" y no "ladrona de guante blanco? Pues sencillamente porque no las hay, es una variante del robo que destaca por tres cualidades: inteligencia, elegancia y sutileza. No hay mujeres que cumplan estos requisitos en el mundo del crimen porque acaban siendo vencidas por las pasiones, carecen de la frialdad necesaria que en los hombres, tal y como sostienen la mayoría de mujeres,  resulta tan frecuente. Yo al menos, no conozco a ninguna.

León se premió a sí mismo por la genialidad de su discurso con una nueva ronda de chupitos que todos, absortos en nuestras reflexiones, aceptamos acercando nuestros vasos a la botella. 


—¿Y los cacos? —añadió de repente Román.

—¿A qué te refieres? —le pregunté mientras hacía mis cábalas para intentar borrar la sonrisa socarrona de su rostro.

—Pues está muy claro, Mariola. A que siempre ha habido cacos pero no cacas...
Las risas debieron de oirse al otro extremo del planeta pero estaba decidida a no dejar que me humillaran más, a no doblegarme como lo había hecho en tantas ocasiones.


—A ver, listo —contesté—, una caca es una caca, es decir;  lo que viene siendo una mierda de toda la vida. —A las carcajadas generales se le sumaron palmetadas en la mesa y chascarrillos soeces que opacaban mi voz, así que esperé y una vez que empezaron a enjugarse las lágrimas provocadas por las risotadas, seguí hablando.  —Si vas a venirme ahora con el rollo éste de los miembros y las miembras, es que tu intelecto es más estepario de lo que sospechaba. Que el género femenino de un sustantivo tenga un significado diferente o simplemente no exista,  no quiere decir que no las haya habido y que hayan podido ser tan buenas en lo suyo como cualquier hombre. De hecho...estoy dispuesta a demostraros que puedo ser la mejor caco de la historia. O caca, si os gusta más así. Es una cuestión de valor y método, eso es todo. 

Ya está, ya lo había dicho. Lancé un órdago ingenuo y desbaratado que ellos captaron al vuelo con la voracidad de aves carroñeras. Aún se me aparecen en mis peores pesadillas sus rostros en forma de caricaturas distorsionadas y burlonas, imágenes oscuras que me recuerdan a las pinturas negras de Goya, de caras desencajadas, tétricas y deformes, muecas perfiladas en tinta negra que me observan y esperan. Pero mi voluntad era tan firme como lo era su suspicacia;  llegaría, costara lo que costara,  hasta el final de mi reto.
Por tanto, me tomé la misión muy en serio y empecé a prepararme para el desafío como si del resultado dependiera mi vida (en realidad, así llegó a ser).  El plan consistía en adentrarme en una casa, coger cualquier chuchería que no pudieran echar de menos y volver a salir sin dejar rastro. Toda la operación debía ser grabada de principio a fin para probar la hazaña y, lógicamente, era muy aconsejable salir indemne de la disparatada experiencia.



Elegí una casa un tanto apartada que conocía muy bien desde que era niña, mi madre había trabajado allí como cocinera durante unos años que debieron ser terribles para ella pues, de la noche a la mañana, se encontró con un bebé y sin marido. Aún hoy en día no sabría decir qué habría elegido de haber podido hacerlo, el que yo viniera al mundo o que mi padre siguiera vivo. No llegamos a conocernos, ni siquiera pudo tenerme entre sus brazos o rozar con sus dedos las yemas de los míos; nos contaron que, en cuanto supo que había sido padre, fue tan grande su alegría y salió tan deprisa a nuestro encuentro, que se equivocó de puerta al abandonar el edificio en construcción en el que trabajaba y eligió la que daba al hueco del ascensor, cayendo al vacío desde una altura de seis plantas. Alguien dejó de hacer bien su función y no acordonó ni señalizó el paso, ni él vio el cartel de aviso de la puerta de acero que alguien no cerró; por lo visto iba mirando hacia atrás mientras gritaba a sus compañeros dichoso: "¡Soy padre! ¡He tenido una niña!...". Me mortifica pensar lo que debieron ser aquellos segundos de caída vertiginosa para él, por eso prefiero no pensarlo. 


En esa época en la que mi madre andaba perdida, vino a la ciudad una familia de esas que revolucionan con su llegada una comunidad pequeña como la mía. En muy poco tiempo construyeron una mansión que era la envidia de la gente, sobre todo de aquellos que hasta ese día se las daban de ricos y poderosos.  Un día mi madre vio un anuncio en el periódico local en el que buscaban cocinera a tiempo completo y mi madre (he de decirlo con orgullo), fue la elegida. Supieron apreciar desde el principio sus cualidades, pues aceptaron de inmediato la única condición que les puso para acceder al empleo. Mi madre no quería separarse de mí, así que les pidió que yo pudiera estar con ella en la cocina mientras preparaba sus guisos y yo era tan pequeña entonces que no vieron inconveniente a su demanda. Estoy segura de que tuvo mucho que ver en su ductilidad la degustación de unos deliciosos canelones que mi madre, lista como el hambre, les había llevado el día de la entrevista de trabajo. Les gustaron tanto y fueron tan excelsas las alabanzas que dudo mucho que en ese momento le hubieran podido negar algo.  Así que mis primeros años los pasé entre pucheros, sentada en la mesa de una cocina que no era mía, con una caja de pinturas, un cuaderno y mi muñeca Sandra Pink a la que llevaba conmigo a todas partes. No recuerdo si me gustaba o no, si me aburría o no, pero visto desde la perspectiva que nos da el tiempo, no creo que fuera muy divertido pasar tantas horas con la única compañía de mi madre, que andaba a lo suyo y de mi muñeca Sandra Pink, quien en base a la verdad tampoco tenía mucha conversación. Eso sí, la casa era espectacular y cuando la familia salía, mi madre me dejaba recorrerla libremente; ella siempre pensó que yo era muy responsable pese a mi corta edad.  Se erigía en lo alto de una colina desde la que se divisaba la "serpiente"en todo su trazado, así llamábamos a la carretera curvilínea que conducía a la ciudad, atravesando un desfiladero angosto de inquietante belleza que había que recorrer con extremada precaución y con un dominio absoluto de los cinco sentidos, dominio que a más de uno le había faltado con consecuencias letales. Cuando decidí abordar la casa y ganar la apuesta, sabía que la familia apenas venía por aquí; ya no eran los tiempos felices de antaño en los que Ivanna Robes, Juan Martorell y su hija Clara pasaban largas temporadas en su lujosa mansión de verano. 



Recuerdo a Clara como si la tuviera delante ahora mismo. Una criatura rubia por la que su padre bebía los vientos y a la que su madre se empeñaba en atar bien corto. Tenía un año más que yo, y si alguna vez he de volver a contemplar el rostro de un ángel, estoy segura de que sería el suyo el que viera. Sin embargo era mala, mala de solemnidad. Hubiera podido ser mi amiga, mi aliada, mi hermana; sin embargo prefirió amargarme la vida mediante el acoso, las mentiras y un sin fin de actos perversos. Se le ocurrían toda clase de tropelías para después acusarme a mí de haberlas cometido. Rompía objetos sin mesura, rayaba las paredes con mis pinturas, manchaba los trajes favoritos de su madre utilizando a veces mejunjes que escamoteaba en la cocina, le cortaba las corbatas a su padre y, cuando semejantes desmanes salían a la luz; era yo la culpable, la que pagaba los platos rotos, la que siempre acababa llorando de impotencia. Hubo una vez que incluso escondió el perro de su padre en una trampilla que había en el sótano y juró que me sorprendió saliendo de allí, pero que no había dicho nada porque la amenacé con cortarle sus rizos dorados mientras dormía la siesta.  Mi madre sospechaba algo pero necesitábamos el trabajo, así que me castigó prohibiéndome salir de la cocina y me obligó a pedirles perdón; incluso me dio una bofetada, cosa que nunca antes había hecho. Una mañana, mientras mi madre y yo salimos a atender a Julián que nos traía los pedidos de la carnicería, Clara entró en la cocina y se llevó mi muñeca. Organicé tal alboroto con mis gritos y lloros que la señora Martorell bajó a la cocina para averiguar lo que estaba ocurriendo. Al culpar a Clara de la desaparición de Sandra Pink, la llamó y le preguntó si había sido ella quien me la había quitado. Evidentemente lo negó y era tal la expresión de abatimiento de su cara de ángel que todo el mundo, excepto yo, la creyeron. Sandra Pink apareció dos días después detrás de un árbol del jardín, le había arrancado la cabeza y le faltaba una pierna. Cuando la cogí, manchada de barro, sin cabeza y sin pierna; me eché a llorar y miré hacia arriba. Entonces la ví, vi su rostro seráfico tras el cristal de la ventana y distinguí en él una diabólica sonrisa que todavía hoy al recordarla me hiela la sangre.


Ahora ella está muerta y ya no se ríe, aunque supongo que no le importa demasiado, no creo que nunca fuese feliz. Es imposible ser feliz con tanta miseria en el corazón, con tanta inquina en las tripas. Murió en un accidente de helicóptero, sobrevolando las Islas Barbados. Muerte de ricos, una muerte que yo nunca tendré, no por no ser rica hoy en día, sino porque después de averiguar cómo acabó mi padre no soporto las alturas. Desde que Clara se mató en ese helicóptero, sus padres apenas vienen por aquí; supongo que son demasiados recuerdos, supongo que de haber sido mi amiga yo tampoco hubiera venido. 


Me paseo por las habitaciones entabicadas y enfoco sus rincones con la linterna, de forma que van apareciendo ante mi vista pequeños retazos del pasado: al fondo la cocina, a la izquierda la biblioteca, más allá las escaleras. Me sorprendo a mí misma encendiendo sin miedo las luces. Nadie va a verlas.





Antes de llegar a este punto intenté documentarme sobre el mundo de los cacos intensamente. Ví tres veces la película "Atrapa a un ladrón" de Alfred Hitchcock y decidí que mi vestimenta sería al menos tan sofisticada y elegante como la que utilizaba John Robie (Cary Grant) para cometer sus robos de guante blanco. No creo que haya habido un ladrón con tanta clase como él. La víspera de mi alocada aventura me fui de compras. Por desgracia ni yo soy Grace Kelly o Cary Grant, ni tengo la fortuna de vivir en la Costa Azul; así que tuve que conformarme con unas mallas, un jersey de cuello alto y unos guantes, por supuesto todo de color negro. Añadí de mi cosecha un pasamontañas para evitar ser reconocida por las cámaras de vigilancia. Mi amiga Catia, que trabaja en una agencia de detectives privados, me facilitó un artilugio que sujetaba con una especie de goma elástica una grabadora que me colocaría en la frente, así registraría todos mis movimientos dejando libres las manos lo cual me pareció de lo más profesional. 


En el mismo instante en el que me disponía a abrir un joyero, tras haber escalado el murete de la vivienda, haber sorteado el video de vigilancia y apagado las cámaras, sonó el teléfono. Lo más normal del mundo sería hacer como si no lo oyera y dejar que sonara pero eso es algo que no iba conmigo ya que me había pasado los últimos quince años de mi vida cogiendo teléfonos y si hay algo que me resulta inaguantable, es el sonido insistente de una llamada telefónica. Así pues, en un acto instintivo y ausente de sentido común, descolgué el auricular y adopté el tono técnico al que estaba acostumbrada; eso sí, sin dar el nombre de mi empresa que es lo primero que hacía cuando contestaba las llamadas.


—¿Diga?

—Hola, ¿está Clara?

—Lo siento, no está aquí. —Ni estará, pensé.

—¿Quién es usted? ¿Es de la familia? Bueno, no importa. No nos conocemos pero soy el editor Blas Murillo y quería visitarles a propósito del manuscrito que Clara Martorell nos envió. Pero, verá...no puedo explicarle ahora, me queda poca batería. Estaré allí en veinte minutos...

—Bueno, yo... ya me iba, lo siento. Llame en otro momento, si es tan amable... ¿oiga? ¿me oye?...¡Mierda, se ha cortado!

Colgué el teléfono, las manos me temblaban y la cabeza me daba vueltas. ¿Porqué había cogido el teléfono? ¿Acaso me creía que de pronto alguien diría: "¡Corten!", se apagarían los focos y podría irme tranquilamente a celebrar la fiesta de fin de rodaje con Hitchcock y Cary Grant rodeados de los flashes de la prensa del corazón? ¿Cómo había sido tan insensata? Calma, calma, me dije. A ver, repasemos la situación: alguien venía, un editor que traía un manuscrito de Clara, ¿dijo que no se conocían, verdad? Sí, lo dijo. No tenía que ser muy complicado. Le diría que la familia no está, que yo sólo iba de vez en cuando por la casa para comprobar que todo estaba en orden y poco más. El hombre se marcharía y se acabó. Yo no quería irme, no sin haber cumplido mi misión. Tenía que demostrarles a mis compañeros que lo había conseguido o nunca me ganaría su respeto. Tal vez pudiera arreglarlo, sí seguro que podía solucionarlo. Pero antes tenía que cambiarme de ropa.





Me di un susto de muerte al ver mi rostro enfundado en un pasamontañas negro reflejado en el espejo del cuarto de baño. Me lo quité rápidamente y me lavé la cara y las manos, después fui al dormitorio de Clara y abrí el armario, necesitaba ropa. Elegí una blusa blanca de raso y una falda de tubo estampada que me quedaba como anillo al dedo. Cuando abrí el zapatero sentí un zarpazo de envidia: no creo que en la zapatería de mi barrio tuvieran tantos modelos y, mucho menos, de esa calidad. Me calcé y bajé al salón. Justo en ese momento, llamaron a la puerta.


Al abrir, me encontré con un hombre de mediana edad cuyo aspecto había imaginado muy distinto a través de su voz, grave y modulada, similar a las que se escuchaban en off en los documentales de viajes o naturaleza. Me recordó al actor Danny de Vito, pequeño y un tanto rechoncho, pero con un encanto que dejaba traslucir su sonrisa abierta y unos ojos chispeantes que parecían atravesar mis pensamientos. Tenía que ser muy convincente para que no sospechara que yo era una intrusa.





—¡Hola! Soy Blas Murillo, creo que he hablado con usted hace unos minutos, ¿puedo pasar?

—¡Oh! Desde luego, pase, pase... —el hombre escudriñó el salón, un tanto abandonado por meses en desuso, el polvo acumulado en los muebles y alguna sábana cubriendo los sofás aparecieron ante nosotros como mudos delatores de su desamparo. Consciente de mi repentina confusión, intenté justificarme como pude.

—Perdone el desorden, acabo de llegar y aún no he tenido tiempo de 
instalarme,  ¡Maldita sea!¡Ese no era el plan! ¿Pero qué coño me estaba pasando?—. Hacía meses que no venía por aquí. Pero, por favor, siéntese; se lo ruego  —le dije asustándome de mí misma mientras retiraba una sábana del sofá—,  ¿Le apetece un té o un café? Supongo que tendré algo por la cocina, tampoco he hecho la compra todavía...

—No se moleste, muchas gracias. Soy incapaz de tomar un café después de las seis de la tarde, me quita el sueño. Sin embargo, sí me tomaría una copita de Cardhu, por lo que veo el bar no está desabastecido. 

Me encaminé al mueble-bar y le serví el licor en abundancia, yo buscaba en vano una pregunta oportuna concentrando toda mi atención en esa copa, como si con ello pudiera escapar de la mirada inquisitiva que sin duda el hombre me dirigía, directamente enfilada hacia mi nuca encogida por el miedo. Para mi consuelo fue él quien preguntó primero.


—Siento haber sido inoportuno, pero el asunto que me trae aquí es de suma importancia. ¿Sería posible hablar con Clara? No tengo otra dirección o teléfono que no sea éste, la verdad es que supongo que ella ya no esperaba noticias nuestras pero estas cosas a veces son más lentas de lo que quisiéramos.

—Lamento que el viaje haya sido en balde —le dije acercándole la copa—, Clara falleció hace más de un año, en un accidente de helicóptero. —El hombre palideció, quedó pensativo por un momento y, en un trago interminable, apuró su copa. Yo tomé su vaso y lo llené de nuevo.

—Lo siento mucho. Para ustedes, su familia, debe ser un duro golpe. ¿Es usted su hermana?

—Sí, lo soy. Soy Sandra, su hermana pequeña. —¿Había dicho yo eso? Sí, lo había dicho, ahora no podía echarme atrás y la verdad, mi curiosidad era más incisiva que mi sentido común.

—Le aseguro que estoy en shock, no esperaba encontrarme con esto. De todas formas, no tiene porqué cambiar nada, salvo que la pobre Clara no podrá disfrutar de su éxito. Le contaré la razón de mi presencia. Hace unos tres años, Clara envió a mi editorial el manuscrito de una novela que no sé porqué motivo acabó en el fondo de un cajón. Por fortuna, hemos crecido tanto en este tiempo que nos vimos obligados a cambiar nuestras oficinas por unas más amplias y al hacer la mudanza, ¡voilá!, apareció su novela y le eché una ojeada. No pude dejar de leerla, era lo mejor que había caído en mis manos en mucho, mucho tiempo. Intenté localizarla en esta dirección, que era la que su hermana anotó en la novela, pero nunca pudimos dar con ella. Ahora, tristemente, sé la causa. Decidí venir hasta aquí con la esperanza de verla, o dejar una nota en el buzón para que se pusiera en contacto con nosotros y aquí estoy, dispuesto a que en ausencia de Clara, me autorice usted o algún otro familiar a publicarla, aunque sea en este caso a título póstumo. Estoy seguro de que a ella le hubiera gustado que su obra viera la luz, aún en estas circunstancias.

Mi mente iba a toda máquina. Clara había escrito un best seller pero Clara estaba muerta. Este hombre quería que yo, su hermana ficticia, autorizara la publicación,  pero si lo hiciera estaría incurriendo en un delito; suplantación y falsedad documental, como mínimo. Me estaba metiendo en un buen lío.


—Para mis padres va a ser muy duro encajar esta noticia, sería removerlo todo de nuevo y han sufrido tanto con la muerte de mi hermana que tendré que ser yo quien tome la iniciativa. ¿Podría leer la novela antes de tomar una decisión?

—¡Desde luego que sí! —contestó entusiasmado—,he traído conmigo el original, el que ella nos envió. Sólo existe una copia más que ordené mecanografiar a mi secretaria en mi ordenador personal, soy muy escrupuloso con esas cosas. Nadie sabe de su existencia, odio que vayan rondando copias por allí. Si le parece, haremos una cosa. He cogido una habitación en un hotel de la ciudad, le dejo el manuscrito esta noche y mañana paso a recogerlo y me cuenta su decisión. ¿Qué le parece?

Yo quería leer esa novela, quería saber de qué trataba, porqué era tan buena. Pensé que esa noche la pasaría en la casa leyendo y al día siguiente le haría llegar el manuscrito al hotel con una nota en la que le diría que no podía tomar yo sola esa decisión, que me sentía en la obligación de contárselo a mis padres: "Imagine lo que sería ver de pronto en las librerías la novela de su hija, su nombre, su foto en las portadas; no creo que pudieran soportarlo...", le diría con los ojos anegados de lágrimas.
 

De acuerdo, señor Murillo. Mañana tendrá mi respuesta —contesté.

—¡Estupendo, no se hable más! Pasaré por aquí a mediodía, estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo. Sé que el dinero no es para ustedes una prioridad pero también es cierto que sería una pena no tenerlo en cuenta y le garantizo que esta novela dará para mucho. Nos vemos mañana. —De un trago acabó con su tercer vaso de Cardhu, dejó el manuscrito sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta—  Por cierto, dijo mientras salía—  su hermana debió de quererla mucho, firmó el manuscrito con su nombre: Sandra...Pink. Supongo que Pink tiene para ustedes algún significado que se me escapa. En fin, dí orden en la editorial de que si llamaba alguien con ese seudónimo, la atendieran como si apareciera por allí el mismísimo William Shakespeare; tal es la fe que tengo en esta obra. Buenas noches, Sandra.

Oí el motor de su coche y después el sonido de la gravilla bajo los neumáticos. Cerré la puerta, cogí el manuscrito firmado con el nombre de mi muñeca, Sandra Pink, y empecé a leer. La protagonista de la novela se llamaba Mariola. Era yo.
No pasaron ni tres minutos cuando un estruendo me sobrecogió, salí al porche pero no vi nada. Entonces subí a la habitación de Clara, retiré las cortinas y alcé la persiana. Una inmensa llamarada iluminaba la noche, después, una explosión. Supe que el coche de Blas Murillo se había despeñado por el barranco, supe que el hombre que acababa de conocer estaba muerto. Cogí la botella medio vacía de Cardhu y el manuscrito y me fui. Antes de llegar a la ciudad me crucé con un camión de bomberos, una ambulancia y varios coches de policía. Nadie se fijo en mí.


Lo siguiente que ocurrió es fácil de adivinar: publiqué el libro con el seudónimo de Sandra Pink. Blas Murillo no mintió en lo que respecta a las instrucciones que dejó en la editorial, en mi vida me habían tratado tan bien. Con los beneficios monté una empresa competencia directa de aquella en la que yo había trabajado. Me quedé con los antiguos clientes de mis compañeros, no fue difícil; solo tuve que hacer correr la voz de que la dueña de la nueva empresa era yo y todos se vinieron conmigo. Mi jefe se arruinó y mis compañeros se quedaron en la calle. Ahora trabajan para mí y ninguno de ellos se ha atrevido a preguntarme qué ocurrió con aquella disparatada apuesta en la que iba a demostrarles que yo podía ser tan buen caco como el que más, o caca... a estas alturas ya me da lo mismo.


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