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viernes, 2 de diciembre de 2016

UN ADIOS CON SABOR A MENTA



          Aquella Navidad los Reyes me trajeron una Nancy de largas pestañas y una lección que no figuraba en mis cuentos:  comprendí  qué era la muerte porque pude verla con mis propios ojos. Mi abuela Matilde me dijo que el bisabuelo Juan, ya centenario, había muerto. Yo apenas recordaba al bisabuelo, o más bien puede que haya olvidado muchas cosas, pero sí tenía la imagen fija en mi retina de un hombre de considerable altura, de rostro afilado y manos largas y huesudas que volaban hasta su bolsillo para aparecer repletas de la más curiosa colección de objetos inservibles; gomas elásticas, un mechero viejo al que le faltaban piezas, un pañuelo de tela arrugado que mi tía bordó con sus iniciales,  algún mendrugo de pan seco y, entre tan variopinto surtido, unos pocos caramelos de menta que me ofrecía y que yo solícitamente recogía sin rechistar, aún a sabiendas de que no iba a comérmelos porque eran muy fuertes y picaban en la boca.
Tal y como me habían enseñado, yo le daba las gracias a mi bisabuelo, quien una vez recogido en el bolsillo el resto de sus tesoros, me propinaba unas suaves palmaditas en la mejilla y seguía con paso lento su camino. Creo que mi bisabuelo, al contrario que mi abuelo, nunca llevó bastón. Mantenía erguidos sus cien años sobre unos zapatos gigantescos que no alcanzaban a tocar la tela de sus pantalones porque siempre le quedaban cortos. Cuando el bisabuelo Juan se sentaba, algo que hacía muy a menudo para jugar a las cartas, lo hacía siempre de lado ya que las piernas no le cabían bajo la mesa, dejando adivinar por encima de sus oscuros calcetines unos tobillos tan raquíticos que parecían patas de taburete.  Era de carácter cariñoso y afable aunque un poco callado, por lo que si su voz era grave o aguda es para mí un misterio,  pues nadie queda ya que pueda recordarlo.
Mi bisabuelo Juan murió en Nochebuena, lo que sin duda alguna, debería estar prohibido por muchas razones.  La más obvia para mí es que cuando tienes seis años pocas cosas importan más que contar con tus pequeños dedos los días que faltan para Navidad y cuando llega, es  tan palpable como las figuritas con las que montábamos el Belén. Podía sentirla en el sonsonete de los niños de San Idelfonso cantando los números que salían de los bombos, en una especie de bruma anaranjada que gravitaba en las calles bajo las luces de colores que colgaban en hilera sobre nuestras cabezas, en los olores de los guisos que escapaban por puertas y ventanas y llenaban nuestros sentidos de sugerentes espectativas. Nos sentábamos a la mesa emocionados, escuchando de fondo los villancicos que cantaban en la tele- "bajad ese trasto"-, decía mi abuelo- y entonces entraban mis padres con los platos en la mano y como si fueran dos artistas,  eran recibidos entre aplausos entusiastas y saludaban con la cabeza mientras, orgullosos,  colocaban los elaborados entrantes en la mesa.   Después era un constante ir y venir de platos y personas -"No, no te levantes que ya iré yo", "Anda, ve a por el cucharón que lo he dejado en la cocina" - Siempre nos quemábamos  la lengua con el  caldo de pescado salpicado de tropezones que flotaban en el tazón, lo cual provocaba la hilaridad de toda la familia -"No lo entiendo"-decía mi madre-"Lleva un buen rato apagado".  El rey de la noche era sin duda el pavo relleno dorado y crujiente, del que siempre me tocaba la pechuga en el reparto, pero el mejor momento venía tras el postre. Una bandeja plateada llena de turrones y polvorones daba paso a una improvisada orquesta que, a base de botellas de anís, cucharillas y panderetas, montábamos en mitad del salón cantando con mayor o menor fortuna, los villancicos que componían nuestro risueño repertorio.
Sin embargo, aquella Nochebuena  yo iba de la mano de mi madre hacia la casa de mi tía sin entender porqué esa Navidad no estaríamos sentados a la mesa como hacíamos siempre. Mi madre intentaba explicarme que debíamos despedirnos del bisabuelo.
-¿A dónde se va el bisabuelo, mamá? ¿No podemos despedirnos mañana?-le preguntaba a mi madre mientras intentaba seguir sus pasos.
-El bisabuelo no se va a ninguna parte, hija. Era tan mayor que se murió y seguramente ya está en el cielo.
-Pero mamá, si ya está en el cielo, ¿Cómo vamos a despedirnos de él?¿Vamos a subir nosotros al cielo para verlo?
-No, hija, no. Es una forma de hablar. Ya te lo contaré en otro momento. Ahora, vamos, que ya se está haciendo muy tarde.
Aunque en mi cabeza bullían muchas más preguntas, opté por guardármelas para otro rato porque mi madre solía ponerse muy nerviosa cuando tenía que dar respuesta a tantas cuestiones a la vez.
La casa de mi tía Herminia estaba llena de gente, sobre todo mujeres que iban vestidas de negro. Mi madre me coló entre las faldas enlutadas para encontrarme con mi tía. Los hombres fumaban tanto que el humo de los cigarrillos formaba densas volutas en el espacio que al chocar con la lámpara del techo parecían envolver la luz con una especie de halo espectral que nadie, excepto yo, parecía percibir.
-¡Aquí está mi niña!- dijo mi tía- anda, ven. Vamos a despedir al abuelo. Yo intuía por alguna extraña razón que esa visita no iba a gustarme nada, así que busqué con mirada suplicante a mi madre, pero ella parecía estar ocupada en asuntos de mayor envergadura repartiendo besos a las señoras de negro, de forma que resignada seguí a mi tía, que sostenía mi mano con energía y me llevaba inexorablemente a mis siguientes diez minutos de vida, que habrían de grabarse en mi memoria hasta hoy mismo, aunque hayan pasado ya más de cuarenta años.
Mi tía abrió la puerta suavemente y ante mí se iba despejando poco a poco la visión de los zapatos de mi bisabuelo que, acomodados a los pies de la cama, señalaban al techo.  Yo no quería entrar porque mi padre siempre se enfadaba mucho si le molestábamos durante la siesta pero mi tía Herminia me empujó ligeramente y sin soltarme,  me introdujo dentro de la habitación. Mi bisabuelo estaba tumbado con las manos cruzadas sobre el pecho sujetando las cuentas de un rosario y su rostro anguloso parecía haberse quedado a mitad de una sonrisa. No estaba solo, pues mi tía Anselma y otra señora a la que no conocía velaban su sueño sentadas en sendas butacas y hablaban en susurros como si temieran despertarle.
-¿Está dormido el bisabuelo, tía Herminia?-dije yo intentando que mi voz no temblara tanto como mis piernas.
-No, hija mía. Tu bisabuelo ya está en el cielo-. Mis ojos apuntaron hacia la ventana con la esperanza de verle ahí, en ese trocito de firmamento oscurecido que se descubría tras el cristal, pero lo único que pude ver fueron las enormes fajas de mi tía, secándose en el tendedero de la galería al albor de la gélida noche. Mi tía se agachó ante mí hasta alcanzar mi altura y, como si me hubiera leído el pensamiento, me dijo que el cuerpo del abuelo seguía con nosotros pero su alma ya viajaba hacia el Paraíso para reunirse con Dios y que era allí donde todos, si éramos buenos, viajaríamos un día-." Tenemos que estar contentos, Raquel, porque el abuelo ya está en manos del Señor, nuestro Dios"-. Yo no veía a mi tía nada contenta ni tampoco a la tía Anselma o a la otra señora a la que no conocía, porque fue decir esto y las tres rompieron a llorar desconsoladas. La verdad es que me sentía cada vez más confundida y mientras ellas se abrazaban miré por última vez a mi bisabuelo y acercándome a él muy despacio le dije adiós. Cuando iba a salir vi sobre la mesilla unas cuantas gomas elásticas, su viejo mechero y un puñado de caramelos de menta. Cogí los caramelos y salí.  Una vez en el salón desenvolví uno, lo llevé hasta mi boca, recogí el envoltorio en mi bolsilo y... lloré.


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