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domingo, 4 de diciembre de 2016





LA RESACA

La promesa que les hizo a sus mellizos de llevarles a la playa, pesó más que la terrible resaca que padecía desde que despertó. Con un café bien cargado como único alimento, pues todo parecía revolverle las tripas,  encontró un hueco en la atestada arena y, una vez que preparó los cubos y las palas para sus niños, se acomodó lo mejor que pudo en la hamaca, ocultando sus hinchados ojos bajo unas gigantescas gafas de sol.
Los pequeños hacían castillos de arena yendo y viniendo desde la orilla trayendo agua en sus cubos mientras su madre hacía verdaderos esfuerzos para no sucumbir al sueño. Abría y cerraba los ojos vigilando los movimientos de Sofía y Lucas, evitando perderles de vista ni un segundo.
Se giró un momento para alcanzar su bolsa y hurgó en ella a la búsqueda del móvil comprobando inmediatamente que no tenía batería. Molesta, volvió a dejarlo en la bolsa  y buscó con la mirada a los pequeños. No los veía. Se puso en pie y escudriñó por todas partes pero no los vió. El corazón saltó en su pecho y un vértigo la atenazó, convirtiendo sus facciones en una mueca  incrédula, de pánico absoluto.  Corrió hacia la playa pisando toallas, tropezando con los bártulos, arrojando arena con sus pies a la gente que, ajena a su pavor, la increpaba por su falta de consideración. Llamó a sus hijos y su voz era un grito desolado e inútil pues no aparecían por ninguna parte. Los buscó en el mar, adentrándose en él hasta el fin de las rocas y debajo de ellas, corrió a zancadas por la orilla con los cubos y una pala en la mano, agarrándolos fuertemente para no perderlos. Pidió ayuda a cuantos se le acercaban pero sólo conseguía verse rodeada por extraños que murmuraban, reprochándole su descuido, su imperdonable negligencia. Sentía que conforme aumentaba la muchedumbre sus hijos se iban alejando cada vez más de su protección. Al fin pudo zafarse de ese círculo axfisiante y se quedó sola. El cielo oscurecía por momentos y el mar comenzó a vomitar olas cada vez más altas y embravecidas.  Con cada embestida, el agua se tragaba todo tipo de enseres. Las sombrillas volaban por los aires convirtiéndose en lanzas, armas mortales de las que la gente huía despavorida, en ese caos inexplicable gritaban y chocaban unos contra otros, caían como guiñapos sobre la arena  y en la estampida quedaban personas en el suelo sobre las que otras se desplomaban. Las madres cogían en brazos a sus hijos y huían sin mirar atrás. Todas menos ella.  De nuevo, sola.  El mar se calmó.  La madre lloraba y el cubo y la pala temblaban en sus manos. Las caritas risueñas de Sofía y Lucas trastornaban su razón hasta hacerla enloquecer de dolor. Desesperada,  hundió sus rodillas en el barro salado y blanquecino y rezó. No supo cuánto tiempo había pasado. Quizá el justo para pronunciar un Padrenuestro y un Avemaría. No más. Cuando alzó los ojos creyó verlos. Estaban lejos, muy lejos,  y llevaban un globo en la manita. Con la otra decían adiós, sin duda sonreían. La madre se puso en pie y vio cómo se marchaban. Con ellos iba un hombre que les sujetaba por los hombros y se los llevaba. Empezó a correr pero cuanto más rápido iba más se distanciaban. Gritó sus nombres tan fuerte que se quedó sin voz, lo único que percibía era un par de globos de colores que se distinguían en un diáfano cielo azul.
-¡Señora, señora! ¿Se encuentra bien? - Le dijo un joven mientras le agitaba suavemente el brazo-. Estaba usted gritando, ha debido quedarse dormida.
"¡Dios mío, qué sueño tan horrible!"-pensó-.  Aliviada y feliz,  sintió el  impulso maternal de abrazar a sus hijos y jugar con ellos. Cogió el cubo y la pala que tenía en sus manos y se levantó de la hamaca. Buscó en la orilla la silueta de sus niños y de repente, una oleada de terror la paralizó: dos globos de colores ascendían lentamente hacia las nubes.

Cuando volvió a mirar hacia la playa, sus hijos ya no estaban.

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